Opinión

El simple arte de matar

Como todo género literario, y especialmente éste, el relato policial tiene un pasado. Un contexto histórico, en el cual fue alcanzada su culminación.
El simple arte de matar

Como todo género literario, y especialmente éste, el relato policial tiene un pasado. Un contexto histórico, en el cual fue alcanzada su culminación. Hijo del genial Edgar Allan Poe (el mismo americano que, a través de sus no menos geniales ‘discípulos’ Baudelaire y Mallarmé, es también el padre de la moderna poesía europea), cuajó primero en Inglaterra con atildados investigadores de pura detección y sin violencia, como la inmortal saga de Sherlock Holmes, pero es sin duda con la visceral e indeleble novela negra norteamericana (Cain, Hammett, Chandler) que se concreta una forma tan paradigmática como su contenido. Y que, nacida de un mercado entonces espontáneamente popular, el de la literatura de quiosco, con revistas tan legendarias como ‘Black Mask’, iba a lograr no sólo ampliar su público sino también encontrar tonos y climas que la preñaron de contagiosos e imprevistos significados. Alcanzando textos memorables que, no por casualidad, como en el caso ejemplar de Dashiell Hammett, sin perder esa legítima resonancia popular lograron interesar en primer lugar a un intelectual tan exigente como André Gide y, no mucho después, también a un poeta tan singular como Luis Cernuda.
Consagrada entonces en los niveles aparentemente más opuestos, y culminada también como escritura, la narrativa policial ya no puede aspirar hoy, en estos tiempos de masiva banalización audiovisual, a aquellos auditorios. Pero sí le queda, aunque condicionada por asechanzas de retórica, la posibilidad no sólo de remozarla sino también la de intentar nuevos caminos, ya sean estéticos cuando no ideológicos. Mucho de ello se vio en buena parte de la mejor narrativa argentina de las últimas décadas, y no poco contribuyó ese intento, tenaz y enamorado, aún a conciencia de sus riesgos, para cimentar el renombre de algunos de nuestros más calificados escritores contemporáneos.
De algún modo en esa tradición, que también es la suya –ya la había asumido en libros anteriores–, con ‘La huella del crimen’ (Cántaro, Buenos Aires, 2007) Vicente Battista se lanza nuevamente al ruedo, enfrenta el irresistible pero también temible desafío, y desde un título explícitamente clásico en el género (e inclusive en el local, pues repite tal cual, como explícito homenaje, el del primer texto argentino del género, publicado en 1877), lo afronta en forma explícita. Destaquemos en principio, a su favor, que tuvo el coraje de no facilitarse el desafío y, en lugar de una novela, formato mucho más usual, prefirió el menos transitado del relato corto. Como se acostumbra, no cometeré la tontera de adelantar el final a los lectores. Diré en cambio que, por ejemplo con un texto tan logrado y cautivante como ‘Caminaré en tu sangre’, no se ha limitado apenas a superar la prueba. También ha cuajado uno de sus más cabales trabajos literarios. (Y eso que se basa casi al pie de la letra en una vieja historia real, incluso de perdurable resonancia.) Ah, me olvidaba: el asesino no es el mayordomo.