Opinión

Ricos de misericordia

Los pobres siempre se las arreglaron… Los pobres viven con poco, a veces con casi nada, con unos granos de maíz, o de arroz, o de trigo, según sea su cultura de pobres… Suelen tener los pobres proles numerosas, pues, como decía Unamuno, son proletarios los que poseen la prole, en contraste con los propietarios, que poseen la propiedad… Los pobres son muchísimo más numerosos que los ricos; esta relación no ha cambiado, aunque esa
Los pobres siempre se las arreglaron… Los pobres viven con poco, a veces con casi nada, con unos granos de maíz, o de arroz, o de trigo, según sea su cultura de pobres… Suelen tener los pobres proles numerosas, pues, como decía Unamuno, son proletarios los que poseen la prole, en contraste con los propietarios, que poseen la propiedad… Los pobres son muchísimo más numerosos que los ricos; esta relación no ha cambiado, aunque esa diosa mendaz de la estadística pretenda lo contrario…
Los pobres –en general (vaya generalidad grande esta de la pobreza)– son felices, porque alcanzan una felicidad tan leve como el viento y tan efímera como el arco iris, pero constante, como sus penurias y dolores y carencias; una fortuna que estalla en el día a día, como la explosión de una granada que se quiebra al sol del verano (hablo de ese fruto exótico que se llama granada y que da nombre a una ciudad mozárabe bellísima, donde nació y murió uno de los más grandes poetas de todos los tiempos)… Mientras más hijos paren los pobres, más alegres se ven sus mujeres, acarreando crías famélicas cuando se dirigen a buscar el agua de los arroyos o fuentes o pilas más o menos lejanas… Prepararán una cena frugal, un caldo de imaginaciones, que no de carnes o legumbres, para el pobre marido que regresa de labores de sol a sombra, con las manos vacías pero llenas de callos y grietas… La mujer, si no tiene pan, despliega sobre la mesa una sonrisa, y si no hay carne en los platos, ella entregará la suya en abrazo sin tiempo, para que el hombre sacie su apetito de amores y duerma como si hubiese cenado entre las huríes del edén.
Los pobres creen en Dios y ponen en Él su esperanza, porque el Paraíso ha sido creado para ellos –qué duda cabe– mientras los ricos deberán solucionar el enigma de pasar el camello por el ojo de una aguja… La fe de los pobres no requiere de pruebas tangibles ni de alimentos concretos, porque basta el sol de cada mañana o la lluvia esporádica o el viento o la sonrisa de los hijos barrigones (de hambre) que juegan con el barro y sueñan que serán príncipes o princesas y que heredarán reinos más allá de las sombras cotidianas, más allá del dolor y del mendrugo de pan endurecido por el propio sudor… Todos los credos y las iglesias y los fundamentalismos se nutren del hambre de los pobres, que termina siendo escatológica de tan aguda, y eterna de tanto esperar por el imposible pantrigo de la hartura… Si es que la culpa existe, será de los ricos, aunque teórica y susceptible de arrepentimiento redentor (no olvidéis que la clemencia de Dios es infinita).
La conmiseración, la piedad y la misericordia, por tanto, deben prodigarse a los ricos, pues ellos son los verdaderos sufrientes de este mundo, los que padecen sinnúmero de quebrantos, angustias y preocupaciones. No os engañéis, esos individuos rubicundos y sonrientes que abordan aviones para dirigirse a idílicas playas de Cancún o Buzios, a ciudades pródigas de grandes almacenes (malls) como Miami, Hong Kong, Nueva York, Londres, París o Madrid (El Corte Inglés), no son felices, ¡no!... Viven un calvario irreparable. Después de cada periplo deben volver a la realidad de sus afanes, a la atroz incertidumbre por la fluctuación de valores bursátiles, al miedo que les provocan los sindicatos de sus empresas, siempre dispuestos al zarpazo aleve, que disfrazan con el sofisma de los “derechos sociales”; al terror de la muerte, que no les deja medrar en paz… Y, por si esto fuese poco, el Hijo del Carpintero les ha negado un fácil acceso al Cielo; más bien se los ha hecho casi inalcanzable, con el cuento aquél del dromedario que se enreda en el ojo de la aguja (versiones más modernas se refieren a la ojiva de las puertas orientales, donde, para traspasarlas, era preciso descargar al camello y acarrear los bultos a mano, que es harto menos arduo que la imagen del hueco ínfimo). Pero que no es fácil, no lo es, ni lo será…
Los pobres no temen demasiado a la muerte; suelen enfrentarla con ecuanimidad, a veces con alegría, como en las exequias de los “angelitos” y en la partida de deudos ancianos, donde el vino brinda por el regreso benéfico a la tierra madre.
En tiempos de crisis (¡ay!, casi todas las épocas lo son), el pobre soporta mejor que el rico; se adapta sin mayores tropiezos, porque una escudilla de arroz con doscientos granos puede ser reducida a ciento sesenta, y el hambre morderá lo mismo en aquellas entrañas hechas a los dientes aguzados de la carencia. En cambio, si debes cambiar el jabalí por cerdo barato, el ciervo por cordero viejo, o el faisán por gallina enteca, la situación varía y puede tornarse insoportable, torturante… Del vino, ni hablar, que el pobre se alegra con cualquier mosto o “viño da casa” que le encienda el ánimo, y no precisa de chardoneaux ni de carmenere ni de Merlot ni de sirah para enfiestar el más modesto de los condumios.
Las crisis son buenas, son positivas, nos enseñan a apreciar lo que perdimos y a esperar lo que ganaremos con el esfuerzo constante… Entre los dones que nos ha dejado el Capitalismo Salvaje está, sin duda, esta asombrosa revelación: ya no existen los “pobres de misericordia”; ahora tenemos, como regalo de la Providencia, para ejercer la caridad cristiana, a los “ricos de misericordia”…
Tengamos piedad de ellos. Ayudémosles en su calvario. No será en vano: el Paraíso de los pobres nos aguarda en la otra orilla.