Opinión

El portu Saramago

En la repisa de los libros manoseados custodios de una vida, están las obras de José Saramago, escritor al que descubrimos hace años, en un tiempo de poco reconocimiento literario fuera de Portugal, su país nativo. Leyéndolo, nos saltábamos páginas cansinas. Otras las devorábamos con pasión perturbadora.
En la repisa de los libros manoseados custodios de una vida, están las obras de José Saramago, escritor al que descubrimos hace años, en un tiempo de poco reconocimiento literario fuera de Portugal, su país nativo. Leyéndolo, nos saltábamos páginas cansinas. Otras las devorábamos con pasión perturbadora.
El portu era un comunista a la vieja usanza, con sentimientos ecuánimes hasta el tuétano, incapaz a su vez de reconocer los errores tremebundos y trágicos de esa amagada absolutista; mientras uno, humanista acaso trasnochado, intentaba creer que la libertad es un don comparable a Dios. ¿Blasfemia? Tratándose de Samarago poca importancia tenía, el era ateo confeso.
Un día expresó: “Vivimos en el planeta de los horrores, pero no lo queremos saber porque preferimos estar ciegos y ser insensibles al dolor humano. Estamos haciendo del pavor nuestro compañero diario y nos solazamos con él”.
Explicaba con frecuencia que esa insensibilidad del mundo actual le ha inspirado toda su obra. Y a los jóvenes les daba un consejo para no hundirse en el fango de la indiferencia: ser curiosos y llenos de generosidad hacia los que nada tienen, ni siquiera el sagrado derecho de gritar a corazón abierto.
Su admirado Pessoa, cuando era el alter ego de ‘Ricardo Reis’, dijo en una oda: “Nao quero recordar nem conhecer-me. / Somos demais se olhamos em quem somos”. (“No quiero recordar ni conocerme. / Estamos de más si miramos quien somos”).
Expresión clara para un ser de una inalienable dignidad, cuyo Premio Nobel fue el reconocimiento a la sufrida lengua y literatura portuguesa, siempre en el adverso camino de sobrevivir.
Saramago es uno de los pocos seres que abiertamente negaba la existencia de Dios sin altibajos. “No creo en Dios ni en la vida futura ni en el infierno, ni en el cielo, ni en nada”. “Debo de decir que a mí me encantaría que existiera porque tendría todo más o menos explicado y, sobre todo, tendría a quién pedir cuentas por las mañanas. Pedirlas y también darlas. Pero no tengo a quién pedirlas”, añadía.
En lo íntimo, uno profesa a Dios por la natural razón de que madre, cada noche en aquella calle de Eulalia Álvarez, en el gijonés barrio del Llano del Medio, le rezaba, y uno sigue andando por el mismo sendero bifurcado. A lo mejor no es fe y sí amor materno. Da lo mismo, ya que entre su cariño y mi persona, hay un cordón umbilical que nos une más allá de la solitaria tumba.
José Saramago, sin Dios o con él, nos dejó una certeza inconmensurable: ese hombre o mujer que no piensa igual a mí soy yo mismo. Esto se llama tolerancia, aceptar las posturas contrarias de cada ser tal como son y no como uno pretendiera que fueran.