Opinión

Dos pintores, ¿un destino?

En pleno Delta rioplatense, en el Museo de Arte Tigre, se está exponiendo la muestra dedicada a dos grandes maestros de la pintura argentina: Alfredo Hlito y Miguel Ocampo. Y fue una enorme emoción, por tratarse de dos viejos amigos, que se me encargara redactar la introducción a su catálogo.
Dos pintores, ¿un destino?
En pleno Delta rioplatense, en el Museo de Arte Tigre, se está exponiendo la muestra dedicada a dos grandes maestros de la pintura argentina: Alfredo Hlito y Miguel Ocampo. Y fue una enorme emoción, por tratarse de dos viejos amigos, que se me encargara redactar la introducción a su catálogo.
Más allá de la alegría y el honor, ambos bien altos, que esto representa para mí, haber sido invitado a escribir unas palabras sobre dos grandes artistas argentinos, cuya obra está prácticamente cumplida, y que alcanza en forma cada vez más progresiva y más amplia un reconocimiento que les sería innegable, no deja a la vez de preocuparme. No sólo por la responsabilidad que implica, sino también porque se trata de dos artistas con los cuales me unió, y me une, no sólo una ya larga y duradera amistad, sino también una fraternidad (por no decir una complicidad) no menos continuada.
Pero, forjados todos en una fragua de exigencia y entrega, y acostumbrados desde siempre a no hacer concesiones, siento que mi intento de objetividad será el homenaje que les debo, por tanto que nos liga.
Digamos entonces, en primer lugar, lo que me parece que tienen en común. Tanto Alfredo Hlito (1923-1992) como Miguel Ocampo (n. 1922) no han abandonado nunca la pintura. Es decir, el cuadro. Le han sido fieles, de una manera a veces dolorosa, y siempre generosa, y jamás se han dejado seducir por las sirenas del momento, de la moda o las modas.
Y ambos lo han demostrado, asimismo, apartándose de todo exhibicionismo o narcisismo, de toda promoción, de toda argucia, recluido Hlito en la aparentemente recoleta soledad de su taller, en la cual durante toda su vida bullían mundos, y Ocampo retirándose desde hace largo tiempo a su refugio cordobés en La Cumbre, donde no sólo su estudio es el lugar más central e íntimo de su casa, donde pasa más tiempo, pintando siempre, sino por la vivificante naturaleza de su entorno, que lo nutre.
Pero rocemos también lo que los diferencia, lo que en cada uno se vuelve evidencia personal e intransferible, como artistas originales que son.
Alfredo Hlito fue una figura clave del más arduo y riguroso movimiento de la vanguardia argentina: el de Arte Concreto-Invención, surgido a mediados de los años cuarenta, y fue clave porque, como lo demostró toda su vida, no sólo era un lúcido y apasionado artista, un pintor de raza, sino también uno de los tres grandes teóricos de aquel movimiento (los otros fueron Tomás Maldonado y Edgar Bayley).
Como ha quedado fehacientemente demostrado con la edición de todos sus textos inéditos: ‘Dejen en paz a la Gioconda’ (Editorial Infinito, Buenos Aires, 2009), incluyendo invalorables diarios íntimos, Hlito se consideró siempre tanto pintor como escritor, un caso no demasiado común entre los plásticos, y en ambos dones del más alto nivel.
Si en aquellos tiempos de adhesión casi incondicional a una vanguardia, Hlito fue de los pocos en rechazar el quiebre de los marcos, considerando que el cuadro desaparecería integrado por lo arquitectónico, también fue capaz, tan razonadamente como por propia deriva orgánica de su ser más legítimo, de apartarse de todo dogma, de toda sujeción de escuela.
No obstante, como lo testimonian de modo hasta conmovedor sus propios diarios, la suya fue una verdadera batalla con la pintura, con el cuadro, en la cual no pedía ni hizo concesiones, y que nos fue dejando una obra magnífica, de rigurosa y despojada hondura, que iba cambiando para ser él mismo, a la cual se entregaba sí, obstinado en responder lo que el cuadro iba pidiendo, por sí mismo, por su naturaleza de obra única, pero sin posibilidad alguna de renunciar al uso de su inteligencia. Osando parodiar a Goya de algún modo, bien podríamos decir que el sueño de esta razón nos dio belleza.
Más sensorial quizás, acaso en apariencia, más de naturaleza esencialmente plástica, el desarrollo de Miguel Ocampo nos permitió comprobar, en sus momentos de abstracción geométrica, sin deslizarse en absoluto hacia lo descriptivo, que las líneas y los planos se nos hacían, con plena discreción, suelo y cielo de pampas, y que las curvas se nos volvían también, sin dejar de serlo, sensualidad de formas femeninas, un homenaje inusitado a Ingres.
Nunca dejó de conmoverme la sólo en apariencia solitaria batalla de Hlito frente al caballete, frente al cuadro que le exigía, que lo desafiaba, cara a cara. Pero no menos conmovedor me resultó lo que me dijo Ocampo. Que muchas veces pintaba con el cuadro apoyado en forma horizontal, sobre una mesa baja, y girando él entonces a su alrededor, de tal modo que la obra se volvía casi circular, sin dejar de ser rectángulo o cuadrado (lo que me trajo el recuerdo de esos remolinos que parecen atraernos desde el centro de algunos de sus cuadros), pintando un poco desde lo alto, dejando caer a veces desde lo alto su pintura, con un aire que no sabría analizar por qué me pareció oriental.
Con la misma discreción que emana de su propia persona, la naturaleza que desde hace tanto tiempo lo rodea, por ejemplo los troncos, las ramas, las flores y las hojas, se subliman en muchas de sus últimas obras, sin rozar ni siquiera levemente el mero paisajismo, la mera descripción, sino más bien como formas que se vuelven formas vivas en sus cuadros, materia, color, pintura, textura. Y, sobre todo luz.
La misma luz que los inviste a ambos, Hlito y Ocampo, Ocampo y Hlito: honestidad del ojo y de la mano, del pincel y del lienzo, de mente y corazón, profunda honestidad legítima de ser artistas, artistas de ley, grandes artistas plásticos. Como bien dijo William Faulkner, para otros dominios: ellos perdurarán.