Opinión

Palomas aladas

Envejecer no representa una desventura si los años nos van enseñando el sendero que nos ayudará a tolerar el último escondrijo en pos del inexorable fin de la existencia. Entre la juventud y la ancianidad solamente hay una pasarela: la vida toda con sus altos y bajos.Carcome, sí, la soledad, las horas tardías, un manotazo certero tan poco humano, en los momentos en que el espíritu hendido busca ese algo tan anhelado llamado ternura.
Envejecer no representa una desventura si los años nos van enseñando el sendero que nos ayudará a tolerar el último escondrijo en pos del inexorable fin de la existencia. Entre la juventud y la ancianidad solamente hay una pasarela: la vida toda con sus altos y bajos.
Carcome, sí, la soledad, las horas tardías, un manotazo certero tan poco humano, en los momentos en que el espíritu hendido busca ese algo tan anhelado llamado ternura.
Los fines de semana acudimos a cierto geriátrico de la ciudad, una mole blanca en que la caridad de algunos y el abandono de otros, amontonaron igual a trastos viejos a varias docenas de ancianas que rumian sus cuitas entre el aislamiento, la amargura del tiempo sedentario y la zozobra de sentir el vaho del cercano tránsito.
En el tercer piso de la edificación nos espera un grupo de longevas abuelas desahuciadas. La mayoría postradas, clavadas en sillas de ruedas y, a manera del soneto de Andrés Eloy Blanco, el sonido de sus cascabeles va contando por los ventisqueros de sus congelados sueños, la última sonrisa de un hijo convertida en friso de piedra.
Alguna vez hay una visita familiar pero inexorablemente, cada domingo, cual sonido tétrico de una oración fúnebre, llega un zumbido de sectas religiosas empeñadas cada una en salvar estas almas que hace añales, desde el mismo día en que fueron encerradas a cal y canto, van por los andurriales del cielo hablando directamente, sin intermediarios, con Dios.
Viven constantemente envueltas en olvidos, una especie de niebla cuajada de silencios insondables, y al vernos, posiblemente ya acostumbradas, sus rostros curtidos, adustos y rígidos, parecen despertar de un lánguido letargo.
Hay una abuelita semejante a una crisálida; otra es un pedacito de algodón apretujado en ovillo de lana blanca; varias están tullidas; otras totalmente ciegas; dos, despiertas y traviesas igual a niñas en flor, ríen y hacen muecas sin fin; una, perdida por los ensortijados senderos de la indiferencia, mira permanentemente al infinito,  creyendo navegar al encuentro de la Estrella del Sur, allí donde Joseph Conrad dice que se halla la eternidad y Marguerite Yourcenar sitúa el inmenso mar azul.
El último domingo –cielo plomizo con nublados rasantes– al despedirnos, tras el necesario acerbo ceremonial de una sentimental ceremonia pagana, donde no faltan besos, guiños ni escamoteos, nos saludan con un prolongado... “¡Dios le acompañe!”, ramo fresco de azucenas y alhelíes llevado a los labios, repiqueteo de campanas conventuales para sosegar al introvertido ser que mora en nosotros, el cual se encumbra cuando nos arropan este último día agosteño.