Opinión

En la Orilla del Sar

La brisa se ha vuelto sosiego en la tierra de nuestros mayores. Han salido las bicicletas al encuentro de las alamedas, y hay un gorgoteo de risas conventuales en las plazas y calles. De vez en cuando llueve, y un sudor penetra por los ojos, baja entre los pliegues de la piel, y se adormece en los aluviones de una querencia furtiva.Hace días que intentamos leer y es imposible hacerlo.
La brisa se ha vuelto sosiego en la tierra de nuestros mayores. Han salido las bicicletas al encuentro de las alamedas, y hay un gorgoteo de risas conventuales en las plazas y calles. De vez en cuando llueve, y un sudor penetra por los ojos, baja entre los pliegues de la piel, y se adormece en los aluviones de una querencia furtiva.
Hace días que intentamos leer y es imposible hacerlo. Abrimos un libro al azar, posamos los ojos sobre unas líneas, manoseamos sus páginas y volvemos a cerrarlo. Demasiadas evocaciones apretujadas sobre manojos de hierbabuena.
De todo lo vivido –y ha sido mucho– nos queda una brizna de céfiro, un escozor; las más, pesadumbres que el tiempo ayuda a disipar y solamente deja, nítidos y palpables, los momentos buenos. Nos acordamos más fácilmente de los instantes agradables que de los acongojados.
El amor, igual al rencor, debería de  tener su tiempo fijo; de lo contrario se hace úlcera, podredura; ahora, si pudiéramos escoger, nos quedaríamos con la querencia, aunque martirice.
¿En qué ciudad una hilera de tilos cubriendo las ventanas por donde se asomaba un rostro de muchacha en flor nos lanzó una sonrisa y, al hacerlo, cerró el balcón? ¿En Esmirna, cerca de la playa donde Homero imaginó a Ulises? Imposible recordar. Posiblemente sucedió en Capri, bajando el promontorio hacia la Torre de Tiberio, o doblando un muro de piedra en el Puerto de Marina Grande. Hoy no estamos seguros.  Todo es igual a espejos sobre espejos, sombras de un cansancio infinito.
Ahora que traspaso el recuerdo y lo hago más mío, esa escena sucedió en Padrón, una mañana ya tan lejana que parece venida de otra vida. Había llegado timorato hasta la verja  –o era muro de piedra– en la casa de Rosalía de Castro, a encontrar una repuesta cuando pienso en cosas tristes. Vano intento. La morada estaba quieta, ni una brisa, todo era pausa. Un silbido cruzó en esos instantes y levantó un remolino de susurros entre los arbustos.
Juro haber escuchado nítidas las palabras que mucho tiempo después, y ya en tierras de América, leí en una antología de los más bellos poemas de amor del mundo. Fue la respuesta a mi pregunta: “…no las sabrás nunca, porque lo que se ignora no nos daña si es malo, ni perturba si es bueno”.
Con los años, esa estrofa brotada a la orilla del río Sar, no hizo más reconfortables las horas en el balcón de la vereda de Chacaíto. Con ellas, y el poema de William Wordsworth, el tiempo liviano se hace menos doliente y estrujado:
“Aunque ya nadie puede devolver el esplendor de la hierba y la belleza en la flor, no hay que afligirse, la belleza subsiste siempre en el recuerdo”.