Opinión

Miserias del Nobel

Alfred Nobel nació en el seno de una familia sueca. Pasó gran parte de su juventud en San Petersburgo, donde su padre instaló una fábrica de armamento, que quebró en 1859 (un looser, su progenitor, en términos actuales). Alfred regresó a Suecia en 1863, completando allí las investigaciones que había iniciado en el campo de los explosivos.
Alfred Nobel nació en el seno de una familia sueca. Pasó gran parte de su juventud en San Petersburgo, donde su padre instaló una fábrica de armamento, que quebró en 1859 (un looser, su progenitor, en términos actuales). Alfred regresó a Suecia en 1863, completando allí las investigaciones que había iniciado en el campo de los explosivos. Consiguió controlar las explosiones de la nitroglicerina (inventada en 1846 por el italiano Ascanio Sobrero). Creó la dinamita, explosivo plástico resultante de absorber la nitroglicerina en un material sólido poroso, con lo que se reducían los riesgos de accidente; las explosiones accidentales de la nitroglicerina, en una de las cuales había muerto su hermano Emilio y otras cuatro personas, habían despertado fuertes críticas contra Nobel y sus fábricas, aunque supo sortearlas mediante hábil publicidad, recalcando que aquella industria “daba trabajo y creaba progreso”.
Inventó, asimismo, la balistita (1887), especialmente diseñada para usos militares, es decir, para aniquilar a los semejantes. Alfred patentó todos sus inventos y fundó compañías para fabricarlos y comercializarlos en Europa y Norteamérica. Con ellos puso los cimientos de una enorme fortuna, acrecentada con oportunas inversiones en pozos de petróleo en el Cáucaso.
Afectado por cierto complejo de culpa, debido a la destrucción que sus inventos pudieran haber causado –y que siguen y seguirán provocando– a la Humanidad en la guerra y en otros conflictos bautizados con eufemismos al antojo del poder, decidió legar la mayor parte de su fortuna a una sociedad filantrópica, la Fundación Nobel, creada en 1900, con el propósito de otorgar una serie de premios anuales a las personas que más hubieran contribuido con el aporte de su saber en beneficio de la Humanidad, en los campos de la Física, Química, Medicina, Fisiología, Psicología, Literatura y la Paz mundial. A partir del año 1969, sus sucesores incorporaron a la Economía, como especialidad digna de ser estimulada (¿entonces, no se estimula a sí misma?).
Los galardones otorgados a excelencias técnicas y científicas no han sufrido mayor polémica. Pero los premios de Literatura y de Paz, se han prestado para manipulaciones y oscuras componendas. Entre los de la palabra creadora, por ejemplo, se premió a Winston Curchill en 1953, por sus memorias políticas, de suyo interesantes y bien escritas, pero sin un valor estético apreciable que le hiciere justo acreedor al galardón universal de las letras. Extraordinarios escritores, como el griego Niko Kazantzakis y el argentino Jorge Luis Borges –entre otros– no lo recibieron, dejando en evidencia el sesgo ideológico y el oportunismo al servicio de intereses espurios.
En este octubre del año 2009, la sorpresa ha sido mayúscula, al enterarnos de que el Nobel de la Paz, que recayera en auténticos luchadores por la concordia, como Rigoberta Manchú, Nelson Mandela, John Hume y Médicos sin Fronteras, ha sido otorgado a Barak Obama, el Jefe de Estado del país que produce el sesenta y cinco por ciento del armamento mundial, que mantiene un enorme contingente de tropas invasoras en Irak y Afganistán, que articula la invasión a Irán, que mantiene un campo de concentración en Guantánamo, territorio perteneciente a Cuba, que consume más del sesenta por ciento de la droga dura que se produce en el planeta, cuya población civil posee el armamento equivalente al de varias naciones del tercer mundo juntas, recibe hoy el galardón universal de la Paz, y tan campante…
Se podrá contra argumentar que Obama ha iniciado (y prometido, sobre todo prometido) esfuerzos por disminuir la escalada bélica y armamentista de los EE UU, procurando implementar iniciativas para retirar parte de las tropas desde el Oriente Medio, para otorgar derechos efectivos a las minorías discriminadas en su gigantesco país. Pero los fundamentos del Nobel consagran –a lo menos en el papel– que esos premios serán asignados a obras concretas en cada ámbito, nunca a intenciones o buenos deseos, máxime cuando sabemos a lo que suelen llegar las rimbombantes promesas de los políticos…
Así va nuestro mundo. Las palabras –como decía Confucio– ya no significan la esencia del concepto que llevan en sí. La paz puede ser defendida por los fabricantes de armas, la armonía cabe sustentarla en la globalizada actividad de los narcotraficantes, la estética podría ser encomendada a los especuladores de la bolsa o a los prestamistas usureros; quizá implementar un premio al respeto a la vida para los torturadores o para los mártires que estallan en pedazos, usando, sin saberlo, aquellos inventos atroces del sueco Alfred, y llevándose, en la pasada, a decenas de inocentes…
Así como en algunos certámenes se ofrece premios de consuelo, debiera crearse un Nobel para la Miseria Humana. Sobrarían los candidatos, ¿no le parece, amigo lector?