Opinión

Mediterráneo

La pasada noche, en Caracas, la ciudad en la cual moro, más que vivo, un mozalbete, rudo, desgarbado, conocido en el lugar por sus malas mañanas y unido ahora a los círculos violentos del chavismo, me espetó: -Eres un miserable extranjero y vas a comer tierra.No dijo nada más cierto. Extranjero, eso es lo único que en verdad he sido siempre hasta varar en esta tierra de gracia ahora jareada en un vendaval político hendido de arbitrariedades.
La pasada noche, en Caracas, la ciudad en la cual moro, más que vivo, un mozalbete, rudo, desgarbado, conocido en el lugar por sus malas mañanas y unido ahora a los círculos violentos del chavismo, me espetó: -Eres un miserable extranjero y vas a comer tierra.
No dijo nada más cierto. Extranjero, eso es lo único que en verdad he sido siempre hasta varar en esta tierra de gracia ahora jareada en un vendaval político hendido de arbitrariedades.
Ya en la morada, salí al balcón de la vereda donde está la pequeña tortuga –compañera inseparable– y le hablé con la misma ternura de cada día.
En la tarde juguetea conmigo y, cuando me pongo a leer, se queda a mi lado como tácito centinela. No se mueve, solamente mira con sus ojillos vidriosos. ¿Tendrá pensamientos? ¿Sentirá mi dulzura hacia ella? Nadie lo sabe.
Repaso las páginas de ‘Las columnas de Hércules’ escritas por Paul Theroux, y vuelvo a hacer un circuito idealizado alrededor del mar de las civilizaciones.
Lo he sabido siempre: el Mediterráneo es un perpetuo narrador de historias individuales empujadas por ese viento cambiante de nombre y pujanza. Ahora, es mistral saliendo de Marsella, después tramontana cuando roza las costas de Nápoles entre los acantilados de Torre del Greco, los farallones de Sorrento y la isla de Capri.
Al cruzar las columnas de Hércules entre Gibraltar y Ceuta –antiguo e ignoto punto del mundo civilizado–, ese céfiro se vuelve vendaval, tras convertirse un poco antes en levante, siroco, jamsín…
Los emigrantes que exasperadamente parten de los puntos cardinales del África negra y profunda, llegan a las desabrigadas costas de Mauritania o Marruecos y suben, por el precio de todos sus ahorros, en una patera, intentando consumar un sueño, saben de vientos despiadados y traicioneros, agazapados, como fieras en celo, en cada recodo del sinuoso humedecido camino.
Es otro año más, y el Mediterráneo contemplará en los próximos meses indiferente, sobre las altas atalayas de sus promontorios y hasta con morbosa curiosidad, la recogida de cadáveres de expatriados apiñados en los cortantes de las playas como racimos de uvas sobados por las moscas.
Las pateras suelen ser el resbaladizo transporte en el que los afligidos tratan de cruzar el mar de los fenicios, griegos, cartagineses y romanos.
La emigración crea una especie de ruptura dolorosa difícil de explicar, es igual a un ahogo interior que los años no ayudan a amainar, y que nos va alejando de la esencia materna, del recodo donde hemos pasado la niñez y en cierta forma nos moldeó como mascarón de proa, preparándonos para surcar la corriente de todas las ensoñaciones.