Opinión

Un mal viento

A la joven muchacha rubia como cardo en flor, el viento, la lluvia o un mal sueño entre los brazos de un gañán, la dejó embarazada, y ahora lleva (es la segunda vez) esa tempestad de leche cuajada corriendo por sus venas, mientras un calor húmedo, pegadizo, le hace cosquilleos en los ojos cubiertos de gruesos lagrimones, como si fueran dos teas encendidas subiendo del bajo vientre.
A la joven muchacha rubia como cardo en flor, el viento, la lluvia o un mal sueño entre los brazos de un gañán, la dejó embarazada, y ahora lleva (es la segunda vez) esa tempestad de leche cuajada corriendo por sus venas, mientras un calor húmedo, pegadizo, le hace cosquilleos en los ojos cubiertos de gruesos lagrimones, como si fueran dos teas encendidas subiendo del bajo vientre.
En más de una ocasión he intentado hablarle, ofrecerle un consuelo, comentarle que la vida es bella precisamente por esas cosas tan maravillosas que suceden dentro de la piel de la mujer. Ella posiblemente no sepa, pero uno sí, que las ilusiones del cotidiano vivir pueden suceder por otros senderos, por otros cielos o acaso en lo más alejado de nosotros mismos, pero crear una bizna de vida, ese pedacito de aleluya, solamente una mujer, cual un dios, puede realizar. Es, a todas luces, el milagro de las mil maravillas.
Si fuera menos joven, sabría aquellos versos de Rafael Alberti: “Vientos del mar salid y coronarme de guindas”.
La maternidad es el único tesoro que la mujer hace suyo, y aunque alguna vez, posiblemente como ahora, la carne azulada de la propia carne llegó de la mano de la pasión, no del deseo o el amor compartido, las palabras –todas– se hacen un nudo en la garganta cuando uno se enfrenta a un recién nacido.
Hay cardos en flor hirientes y punzantes, otros casi angelicales y brumosos, pero un embarazo es la mayor sinfonía de la vida, el canto matutino de la esperanza, la esencia de todo, la verdadera razón de que Dios exista.
Es que los días primerizos, nuestras propias calendas, son nubes empujadas por los vientos alisios de un tiempo inexorable, pero varado. Es curioso: aún así sentimos que nos vamos alejando de todo lo que amamos.
El amor y los sentimientos, posiblemente por ese orden, tienen una sublime importancia en el comportamiento humano que difícilmente pueden percibir quienes se sitúan fuera del círculo de esos afectos. Existen personas -posiblemente yo sea una de ellas- que viven cada uno de sus actos de acuerdo con esa gran sintonía que es comenzar a dejar de existir en cada momento.
El escribidor lleva unos días sintiendo que se está convirtiendo en sombra o bosquejo del paisaje bucólico y otoñal. Le punza hasta la mirada y le cosquillea el viento empujando la lluvia. La vereda se ha quedado sola, y la joven muchacha cohibida teje o hace azafates tras los cortinillos de la ventana entreabierta.