Opinión

Libros y caminos

Para Hernán VillarinoTemprano aprendimos a amar los libros, esos extraños objetos que olían con incomparables aromas, excitándonos aún antes de abrir sus páginas y desentrañar los signos de la escritura.
Para Hernán Villarino

Temprano aprendimos a amar los libros, esos extraños objetos que olían con incomparables aromas, excitándonos aún antes de abrir sus páginas y desentrañar los signos de la escritura. Frutos tangibles y misteriosos que alguien descolgaba del árbol de la sabiduría: imagen de biblioteca infinita, para ofrecernos el abanico abigarrado del mundo, horizontes de aventura, mares llenos de islas encantadas, personajes tan variados como la condición humana; el bien y el mal –lo que sus creadores entendían por esa dialéctica, muchas veces ambigua y contradictoria–, el coraje, el miedo, la sensualidad, el heroísmo y la abnegación, el espíritu de aventura que iba a impulsarnos al viaje sin pausa, a la búsqueda y goce de tantos caminos… El prurito de inmortalidad, cuando la muerte nos parecía más ficticia y lejana que los héroes remotos.
Mi madre trajo las palabras; mi padre inventó los caminos. Ella tejía la fascinación del lenguaje sobre el telar cambiante de la Casa; él dibujaba senderos y rutas desde la imaginación que construía con sus ávidos pasos de trashumante. Aprendí que los ojos develan las palabras y que los pies escriben el camino que se anda, como lápiz mudo que traza una estela sobre el agua; si miras atrás, el espejo ha devorado la huella… Por eso, el camino nos enseña que el pasado es sólo memoria difusa, y que el presente es afán proyectado hacia el derrotero impreciso que llamamos futuro.
Entre miedos recurrentes, temí perder la fuerza de mis piernas y debilitar el hálito pausado y decidido de la respiración… No ha ocurrido aún y me congratulo de ello, mientras sigo desafiando y disfrutando el placer de caminar, como quien goza el pan cotidiano y la variedad de su textura y sabores… Pensé que al cabo de los años me sentaría a leer, en un bergère de anchos brazos, junto a una generosa lámpara de pie, todos los libros que esperan por mí, como aguardan las damas a su caballero amador… Pero los ojos se han cansado antes que mis extremidades, y uno de ellos ya no es capaz de distinguir las letras y los rostros del humano paisaje y menos los detalles del entorno, que se vuelven, para su cristal exhausto, niebla umbrosa y aterradora, como esos grabados antiguos que ilustran historias de pavor en bosques interminables, transformando a los árboles en gigantes amenazadores o en brujas de garras descomunales… El ojo izquierdo cumple ahora, con esfuerzo y abnegación, las tareas otrora encomendadas a ambos, y debe leer los números de la pantalla cibernética y los renglones sinuosos del libro; también asume los deberes de la mirada lejana, para que el caminante compulsivo que soy no se extravíe en senderos fatuos, como prevenía el poeta Bécquer a los amantes encandilados...
Ensayo la lectura en el computador, donde puedo ampliar el tamaño de las letras y darle estilo ‘Bookman Old’ o ‘Georgia’, que son los que más me gustan. Ya he leído ‘Dostoievski’, de André Gide; ‘Historia de mi vida’, de Chéjov; ‘Memorias de la Casa Muerta’, de Dostoievski; ‘Diario de un seductor’, de Kierkegaard, ‘Sostiene Pereira’, de Tabucchi; ahora leo ‘El segundo sexo’, de Simone de Beauvoir… Pero no hay olor a libro ni hojas cálidas ni ese aleteo de mariposas mágicas que tienen los folios de papel cuando te llevan encadenado a las palabras y sólo sueñas con no liberarte jamás de su embrujo.
En dos de esos artilugios llamados pendrive, introduje un centenar de textos, en cada uno, y apropiándome de sus colores, bauticé ambos andeles virtuales como ‘Libro Verde’ y ‘Libro Azul’; en el primero, las obras más “terrestres”; en el segundo, las “elevadas” o de contenido más espiritual o filosófico… (Me imaginé entrando en el amplio despacho de Diderot para decirle: -“Mire usted maestro, estas pequeñas bibliotecas que pueden contener centenares y aun miles de obras… Su loco sueño de condensar el conocimiento humano en una enciclopedia universal está siendo cumplido, con el concurso de la informática y la velocidad de la luz, aunque la inmensa mayoría de la población, la “masa” de Ortega, no busca los caminos de la cultura, sino que se empeña en extraviarse en un calidoscopio sin límites: el de la tontería planetaria… Pero lo que nos sigue faltando, caro maestro –como a usted y como a mí– es el tiempo, cuyo fluir vertiginoso va sobrepasando el alcance de nuestra vista, mientras acota y empequeñece los caminos que soñábamos recorrer). Nuestro enemigo es Chronos; aún carecemos de armas para vencerle.
Quizá estas reflexiones que desgrano no sean más que aspectos del síndrome del regreso, la vuelta definitiva a la Casa, como le ocurriera a ese andariego que fue don Quijote de la Mancha, para devenir Alonso Quijano en su postrera derrota, cerrado el horizonte a toda aventura, cuando los de su propia sangre le habían quemado o hurtado sus libros de caballería.
Pero mientras podamos caminar y leer y soñar, la esperanza nos alumbrará: la palabra, la idea y el camino. No es poco lo heredado.