Opinión

Libero Badii

Desde el momento mismo en que –hace siglos– el hecho de poner una piedra sobre otra, de cierta manera, comenzó a tener un sentido para los hombres, la escultura había nacido. Esa acción desencadenaba, conscientemente o no, una serie infinita de resonancias. Esas piedras eran riqueza latente, aliento, comunicación.
Desde el momento mismo en que –hace siglos– el hecho de poner una piedra sobre otra, de cierta manera, comenzó a tener un sentido para los hombres, la escultura había nacido. Esa acción desencadenaba, conscientemente o no, una serie infinita de resonancias. Esas piedras eran riqueza latente, aliento, comunicación.
Es quizá a partir de entonces que sólo se concibe la escultura unida a la noble presencia del trabajo: el raspón, el golpe, la punción; el placer de tocar, de alzar; la arruga, la marca, la caricia.
Por eso, queriendo hablar de alguien tan entrañable como Libero Badii (nacido en Arezzo en 1916, que llegó a la Argentina en 1927, y a quien perdimos en la madrugada del 13 de febrero de 2001), sólo logro recordarlo como lo conocí, siendo yo muy joven y a invitación suya, en el almataller que está en su casa, afincado en la bonaerense Olivos desde siempre, rodeado de sus herramientas cotidianas, de sus materiales eternos, de su aire propio y general. En el que resultaba ineludible la presencia de su ejemplar compañera, esa gran mujer llamada Alicia Daulte que le dio (entre otras cosas) un número cabalístico de hijos: siete.
Allí se gestó al mismo tiempo la forma de su obra y de su vida. Allí se engastó esa visión fija, sin fisuras, en la cual el hombre es enfocado como acto y como meta. Ese hombre que es también él mismo tratando de dar sentido a los elementos, al mundo, que se vuelve hombre sólo después de haber sido tocado.
Una de las más grandes aspiraciones que pueda pretenderse –desde nuestra humana condición– es la conformidad con el propio trabajo. Aquí, se trata de tal caso, muy raramente logrado. Pero, para el artista, aun eso no pasaría de ser un simple juego de palabras, sin la magnífica voluntad intuitiva que hace de existir un sinónimo de crear.
Afincado, presente, en la gloria de hacer, dándonos a manos llenas, Libero Badii no arrancó ni persuadió. Su paciencia fue amante y miraba al porvenir, que es aquí cerca: la obra existiendo por sí sola, evidente, viva, como el fruto sagrado del trabajo, expuesto a las miradas de todos.
Y en esta ocasión, hemos querido convocarlo en una de sus perspectivas más hondas y secretas, pero también más significativamente relevantes: su generosa y ejemplar devoción por la poesía y los poetas, testimoniada en su obra y en su vida, en su amistad y en su creación. Manteniendo una tradición que fue orgullo y consigna del mejor arte moderno, hubo pocos artistas plásticos en nuestro medio para los cuales la poesía haya sido, y de manera tan raigal y persistente, a la vez fuente y alimento, destino y compañía. Es una fecunda riqueza más que debemos agradecerle.