Opinión

De jumentos, burradas y burricos

Como afirmó nuestro querido escritor uruguayo Enrique Amorim, el optimismo es “casi siempre cómplice”. La gente, el individuo, el pueblo, se identifica por lo general con mitos o leyendas que no representan nada. En el fondo se identifican para no ser nada. Pocos son los momentos históricos dignos o memorables. Pienso en Espartaco, en la Comuna de París, la Guerra Civil Española. Pienso en Homero, en Shakespeare.
De jumentos, burradas y burricos
Como afirmó nuestro querido escritor uruguayo Enrique Amorim, el optimismo es “casi siempre cómplice”. La gente, el individuo, el pueblo, se identifica por lo general con mitos o leyendas que no representan nada. En el fondo se identifican para no ser nada. Pocos son los momentos históricos dignos o memorables. Pienso en Espartaco, en la Comuna de París, la Guerra Civil Española. Pienso en Homero, en Shakespeare. ¿Por qué se insiste en afirmar que lo mejor que tenemos es el pueblo? O que éste nunca se equivoca. ¿Quién dijo de verdad que al hombre le interesa la libertad, que combate por su libertad? ¿Qué entendemos por libertad, por solidaridad? Por supuesto que hay hombres solidarios, íntegros. Que hay actos conmovedores, únicos. Por supuesto, qué duda hay. Pero hablamos de lo cotidiano, de este vivir entre lo celestial y lo terrenal. ¿Por qué razón la mentira colectiva hace que creamos en la cual la existencia sea con plenitud? Y la plenitud o la felicidad, ¿en qué consiste? ¿Y nuestras contradicciones, en dónde caben, en qué rostro, en qué mirada, en qué lecho? Y los héroes, las patrias, las banderas…la lucha es despareja. Y aquí estamos, resistiendo.
Toda pregunta es molesta para el hombre que ordena, para el hombre que manda. Para el tirano o para el demagogo, para el supuesto revolucionario o para el inquisidor. Toda pregunta ingenua es siempre una forma de poner de manifiesto un malentendido, la mala fe; a los compatriotas que son analfabetos funcionales. Y al hambre, a la desesperación, a la locura que anda por las calles revolviendo basura, a la desolación de niños sin futuro. Al funcionario que gira y salta entre la avidez y la declamación aviesa, entre la manipulación y el engaño, entre la caridad y la humillación. El pueblo quiere ser nombrado, nos dice Claude Lefort. La representación se engendra en el deseo de servidumbre, afirma una y otra vez. Releer no es leer una segunda vez.
La sociedad nos ha ido marcando cosas obsoletas: caminar sin prisa, conversar en un café con un amigo, hacer el amor un lunes por la tarde, saludar al vecino, preguntar por la salud del diariero, comer arroz con leche, saber cómo se sienten nuestros hijos, nuestra compañera. Leer un poema en voz alta en una plaza, a solas. Recordar, de vez en cuando, a nuestros padres.
Días pasados un profesor conocido me contó que en una clase señaló el gorro frigio de una lámina. Ningún alumno –muchachitos y muchachitas de más de veinte años de una facultad privada prestigiosa– tenía la menor idea de qué se trataba. Hace unas horas escucho por radio que una mujer entra a una repartición de la municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires denunciando que a una cuadra se estaban robando unos adoquines. El empleado le preguntó qué eran los adoquines. La semana pasada un librero amigo me comenta que estudiantes del secundario buscaban una “edición bilingüe del Mío Cid”. En realidad necesitaban un libro con la versión en castellano antiguo y castellano moderno. El profesor de literatura les había hablado de “edición bilingüe”. Estuve en mi casa más de veinte días para conseguir un plomero que arreglase una canilla en el baño. Vino uno pero se olvidó la llave inglesa, otro miró y me dijo que si empezaba a trabajar no cobraba la visita, en fin. El encargado me dijo que su hijo no sabía qué significaba “sacar el cuero”. El hijo es estudiante de diseño. Los alumnos secundarios o universitarios desconocen nombres, ciudades, idiomas, tangos, proclamas, huelgas históricas, fusilamientos. No saben si Goya jugó en el Barcelona o fue un boxeador inglés del siglo pasado. Y no dudan, cuando afirman, afirman. Las declaraciones de Miss Panamá sobre Confucio es un ejemplo que redondea de maravillas. (Debemos sumar la telefonía celular, internet, la televisión, el tedio, la imbecilidad, la imposibilidad de comprender más de quinientas palabras.)
En breve habrá elecciones. La gran mayoría no sabe qué se elige ni porqué. Hay dengue, los hospitales son un horror, la educación paupérrima, la violencia y el alcohol va minándolo todo, las viviendas dan pena. El sistema se cae a pedazos, acá y afuera. Todo menos los índices de crecimiento. Mandatarios (que hablan de derechos humanos y de los pobres), compran hoteles, casas, terrenos, lagos. Millonarios, se hacen millonarios. De manera rápida, voraz, inescrupulosa. Votaremos diputados que no van a acceder al cargo (testimoniales, se llaman). Me parece una idea brillante. Votaremos banqueros que representan el progresismo, candidatos que están presos por haber torturado. Se pasan de una banca a otra, son opositores y oficialistas al mismo tiempo o con muy poca diferencia de días o de horas. León Felipe estaría fascinado. Rimbaud también. Hasta el mismo Bakunin no sabría qué conjeturar.
Nos van a representar, me voy a sentir representado, uno de ellos representará a cien mil, a doscientas mil personas, a quinientas mil. Se me humedecen los ojos. Milagro, milagro. Me inclino, beso las manos y los pies de mi señor. Miro el cielo, las aves, los ríos. Es demasiado bello. Beso la tierra de mi patria, lagrimeo de emoción.
Por suerte aun vibra la Feria del Libro, la industria cultural por excelencia. (El Teatro Colón, no, el Colón se murió). En un país donde se desconoce quién fue Rafael Barret, Mujica Lainez, Luis Franco, Roberto J. Payró o Fray Mocho, la Feria es visitada por miles de abuelas, tíos, estudiantes, madres, hijas, nietos, divorciados, odontólogos, empleados, catequistas. Hay bijouterie, plásticos, juguetes. Y mucha informática. Da gusto, nos sentimos bien; nos sentimos cultos, finos, trascendentes. Los libros más vendidos son los de autoayuda y los de literatura infantil. También los de recetas de comida. Luego vienen en malón los de Florencia Bonelli, Gabriel Rolón, Ari Paluch, Federico Andahazi, Martín Caparrós, Jorge Fernández Díaz.
Aquí estamos, resistiendo.