Opinión

Jean Menard Atías ‘Titín’

A los Menard Atías, a los hijos de Jean, a toda la estirpe de esa buena CasaLos Menard Atías eran vecinos ilustres del Paradero 27 de la Gran Avenida… Por los años 50 conocí a Sonia; a Paul y a Erick, condiscípulos del colegio Don Bosco, con los que compartimos deportes varios y la inveterada pasión del fútbol… Jean, el Titín, era algo mayor que nosotros y muy temprano se involucró en incipientes
Jean Menard Atías ‘Titín’
A los Menard Atías, a los hijos de Jean, a toda la estirpe de esa buena Casa

Los Menard Atías eran vecinos ilustres del Paradero 27 de la Gran Avenida… Por los años 50 conocí a Sonia; a Paul y a Erick, condiscípulos del colegio Don Bosco, con los que compartimos deportes varios y la inveterada pasión del fútbol… Jean, el Titín, era algo mayor que nosotros y muy temprano se involucró en incipientes juegos amorosos, aprovechando su pinta de actor de cine y un gracejo verbal de buena cuna, que le vendría –digo yo– de la rama de los Atías, donde destacaba el tío Guillermo, novelista notable, animador de la intelectualidad chilena; y de su padre, don Esteban, caballero de inagotable conversa… Con el correr de los años, me hice amigo de Jean y comenzamos a compartir algunos sueños, ideológicos y literarios. Él escribía –siempre escribió–, tenía excelente manejo de la pluma y un humor incisivo y fino, nada de común entre los chilenos. Empleaba con acierto la ironía, para burlarse de los poetas siúticos (cursis) que pululaban en nuestra fauna literaria, abusando de imágenes y sustantivos exóticos, escribiendo “alondra” y “ruiseñor”, avecillas canoras del hemisferio norte, para preterir a los modestos jilgueros, gorriones y zorzales…
A comienzos de los 80, trabajé como contable en Menard Hermanos, con Paul y Jean. Con este último participábamos en las áridas tareas de los libros de cuenta, pero nos dábamos maña para atenuar las asperezas apelando al humor, a la broma oportuna, al chascarro mordaz, no siempre –¡ay!– comprendidos en los ámbitos de gerencia… Solíamos largarnos a comer codornices a un bar de la calle Pío Nono, con su correspondiente entrada de camarones, locos o machas a la parmesana… Y sus buenos blancos, de la mejor cepa… Eran años de vacas gordas para las empresas constructoras bien posesionadas en el mercado, aunque a nosotros –a Jean y a mí– no nos hubiese faltado un buen condumio ni en tiempos de aciaga crisis, aunque fuese en compañía de vinos mediocres de la cepa cartonet, a la que solemos recurrir a menudo.
Jean amaba a los suyos, en especial a sus hijos, a los que aludía constantemente con especial ternura. También mencionaba a Esteban padre y a Julieta madre, relacionándolos, de preferencia, con la casa de Horcón, en donde pasamos muchos veranos, gracias a la buena disposición de esa dama incomparable y gentil que fue Julieta Atías. Jean narraba con fruición historias de la vieja caleta hippie. Conocía a sus más conspicuos moradores y a los intelectuales que la visitaban. Por aquellos años, un asiduo de Horcón era Enrique Lafourcade, quien acompañaba a Luis Oyarzún y a otros connotados literatos ya desaparecidos y olvidados. Después de su novela ‘Pena de Muerte’, el controvertido Lafourcade fue declarado “persona non grata” en el balneario y se puso precio a su cabeza –bueno, como a una cabeza de congrio con la que se va a cocinar un caldillo–. Jean me contó el motivo: había ocurrido un asesinato que involucraba a varios gays de la high society chilena y el novelista de marras construyó una narración en la que dejaba mal parados a varios vecinos famosos de Horcón.
En 1986, si mal no recuerdo, Jean instaló un bar que llevaba su nombre y sonaba bien, como le gusta a nuestros afrancesados burgueses (bueno, ahora agringados), el Jean Bar, en Apoquindo, a donde concurríamos con un grupo de compañeros de Moure y Cía., con nuestro cuñado Eduardo, quien trabajó varios años con Jean y Paul… En ocasiones, yo fui acompañado de alguna bella fémina, asunto riesgoso, porque la coquetería masculina y sus maneras corteses nunca abandonaron a nuestro amigo Jean, conquistador inveterado y galán de circunstancia…
A los años de prosperidad sucedieron tiempos grises y de muchas limitaciones. Jean fue envejeciendo (a todos nos pasa, carajo) y su figura se tornó gruesa y pesada, mientras la calvicie inundaba su ancha testa. Se fue a vivir a la vieja casa de Horcón y sólo nos veíamos esporádicamente, cuando venía a Santiago a vender esos primores del océano que tanto le gustaban. A veces nos dábamos tiempo para beber una cerveza (algunas), un vino (varios) y conversar la amistad como en los viejos tiempos. La última vez fue allá por el año 1999, en que comenzamos una gira breve en el Bar Amigo, a eso de las siete de la tarde, para seguir en El Timón, con la esperanza nunca perdida de enderezar rumbos; de ahí pasamos a El Martirio, y ya sumidos en los destellos blanquiazules de la madrugada, concluimos en El Santo Remedio… No remediamos nada, ni siquiera la sed compulsiva, pero nos reímos de nosotros mismos, de la esquiva fortuna y de las miserias que a menudo llevan rostro humano.
En algún lugar estarán guardados sus escritos; había cuentos y poemas, muchos textos de buena factura literaria. Quizá pudieran recuperarse y publicar con ellos un libro póstumo. Sería un sencillo homenaje a su memoria, para quien amaba las palabras y les hacía honor, conversando como los antiguos tertulianos de otra época, de los años 60 y principios de los 70, antes de que cayéramos en la ‘larga noche de piedra’ que, entre otros crímenes mayores, clausuró los templos de Baco...
No creíamos en el paraíso etéreo de los militantes de Dios. Imaginábamos un edén con diálogos interminables, con mujeres bellas y hospitalarias, de esas que elogiaba Antonio Machado, con mesas bien servidas y vinos de rancia etiqueta. Quizá debimos hacernos musulmanes, para gozar el paraíso de las huríes… Te veo sonreír, Jean; sí, es un chiste dudoso… Pero nos reencontraremos, compañero, en algún lugar sin tiempo donde se haya proscrito el egoísmo y se hayan desterrado las vanas y aparatosas genuflexiones con que nos fuerzan a vivir de prestado...
Pero antes de despedirme hasta la otra orilla, amigo Jean, te mando estos versos que te gustan, de ese gran camarada de bohemia que se llamó Jorge Teillier, con quien, más de alguna tarde, libamos en loor de la vida perecedera, esa eternidad efímera que canta en las copas:
Un día u otro
todos seremos felices.
Yo estaré libre
de mi sombra y mi nombre.
El que tuvo temor
escuchará junto a los suyos
los pasos de su madre,
el rostro de la amada
será siempre joven
al reflejo de la luz antigua en la ventana…


¡Salud, y hasta siempre, Jean Etienne Menard Atías!