Opinión

Inteligencia, cuerpo, poesía

La inteligencia siempre ha mantenido una ambigua, complicada relación con la poesía. Si por un lado resulta imprescindible, por el otro puede correr el riesgo de mitigar o anular otras potencias, otros dones, no menos fundamentalmente ineludibles: la pasión, el contacto (si es que no el contagio), la empatía, tan instantánea e inefable.
Inteligencia, cuerpo, poesía
La inteligencia siempre ha mantenido una ambigua, complicada relación con la poesía. Si por un lado resulta imprescindible, por el otro puede correr el riesgo de mitigar o anular otras potencias, otros dones, no menos fundamentalmente ineludibles: la pasión, el contacto (si es que no el contagio), la empatía, tan instantánea e inefable. Hubo, incluso, en los últimos decenios de nuestra propia poesía argentina, una tendencia cada vez más dominante que puso el acento vigorosamente en la razón razonante, que hizo de ella no sólo medio sino fin, no sólo instrumento sino acaso destino, con lo cual amenazaba rozar, y hasta tal vez forzar, las fronteras mismas del lirismo.
Pero claro que no todos los casos son iguales, o a veces ni siquiera semejantes. Y no sólo porque toda generalización –ésta inclusive–, estoy seguro, devenga siempre riesgosa. Cuando un poeta es, por ejemplo, a la vez exigente y sensible, ejerce con toda integridad su inteligencia pero nunca le permite que interfiera (y mucho menos aún que los obture) con su corazón o con su instinto. El resultado es por supuesto una tensión. Y, después de todo, ¿no es de eso que se trata? No ahora, sino hace ya muchos años, fue el luminoso Giuseppe Ungaretti quien pudo ser capaz de proponerse “conducir las palabras a una tensión que las colme de su significado”.
¿No es irresistible ver desplegarse una inteligencia tanteadora, a la vez temblorosa y eficaz, pero por sobre todo consciente de sus límites, de sus abismos y paraísos, porque se sabe –y se prefiere– ligada a un cuerpo, nunca desencarnada? El cuerpo, que es memoria y lenguaje, que es tiempo y devenir, nunca llega a imaginarse apenas entelequia, pura razón en frío.
Y la luz meridiana de la inteligencia, bien supremo, no impide –en los mejores, los auténticos casos– apreciar asimismo las sombras también fecundas de lo inconsciente y de lo orgánico, no le impide en absoluto emerger a esa tensión fecunda, de vida, que hace de nuestra condición mortal carne capaz de volverse poema, de encarnarse en el cuerpo vivo del lenguaje.