Opinión

Ideología, autocensura y respeto

Uno de los tristes legados del autoritarismo (gobierno dictatorial) es la autocensura, que todavía funciona, pese a veinte años de “democracia protegida”. Se presuponen lugares comunes como: “la política es sucia”, “las ideologías ya no existen”, “la Historia ha terminado”, “todos somos chilenos y luchamos por lo mismo”, “somos hermanos”… La lista llenaría muchas páginas.
Ideología, autocensura y respeto
Uno de los tristes legados del autoritarismo (gobierno dictatorial) es la autocensura, que todavía funciona, pese a veinte años de “democracia protegida”. Se presuponen lugares comunes como: “la política es sucia”, “las ideologías ya no existen”, “la Historia ha terminado”, “todos somos chilenos y luchamos por lo mismo”, “somos hermanos”… La lista llenaría muchas páginas. Por otro lado, existe el prurito –en nuestro querido Chile– del eufemismo a ultranza, manía de no decir las cosas por su nombre, sea dentro de los ámbitos de la intimidad familiar o entre los amigos y conocidos o en la vida pública. El chileno evita decir palabras como “culo”, reemplazándolas por “potito” o “traste”, pide en la farmacia “preservativos” y no “condones”; dice “dio a luz”, o “se mejoró”, cuando debiera decir “parió”, etc. Asimismo, funciona una suerte de ocultamiento de males y problemas –dentro y fuera de casa– como si el disfraz social evitara, por sí solo, aquello que resulta desagradable o digno de crítica. En el ámbito histórico, muchos dicen “pronunciamiento” por “golpe de estado”, “gobierno militar” por “dictadura”, “mi general”, por “el dictador”, y así, hasta el infinito…
-“Bueno –decimos– pero hemos progresado, la gente ya no es tan pobre como antes”, o “podría ser peor”, o “en otros países la cosa es así o asá…”. Nos recuerda el refrán fatalista chino “No desesperes, siempre se puede estar peor”. Y es verdad; no existe tope para el padecer humano.
Se rehúye discutir, se toma como ofensa el discrepar. Ya que nos referimos a otras realidades –siempre como ejemplo para enaltecer la propia– me resulta grato apreciar cómo conversan y discuten los españoles, o los argentinos o los brasileños, o los alemanes, expresando lo que quieren decir sin ambages… Recuerdo a un profesor español, que vino por primera vez a Chile, con ocasión de un congreso de historiadores. Se acercó al recepcionista del hotel (un hotelillo modesto) y le dijo, en tono claro y rotundo: -“Mire usted, en esta cuenta hay errores…”. El encargado le miró, atónito, y le respondió: -“Usted me ofende, señor. Aquí somos todos honrados…”. (El “aquí” podía significar “en este hotel”, “en esta ciudad” o “en este país”). El profesor nos comentó, extrañado, el hecho de que hablar en voz alta se tomara en nuestro país como una potencial ofensa. Esto va unido a la manía nacional del uso constante del diminutivo, pronunciado en voz baja (sopita, pancito, vinito, copita), el llamar al mozo “jefe”, “amigo”, “socio”, “compadre”, como si el sustantivo de su oficio fuese insultante.
Creo que el terremoto (ya no hablaré más de ello; me autocensuro en pro del respeto que debo a los demás) confirmó, más que reveló, que somos una sociedad escindida, fracturada, dividida en clases y estratos que no “conviven”, sino que apenas se toleran en el diario quehacer; que las graves tensiones sociales están latentes, como en una olla a presión, a punto de estallar… Por eso, a menudo las miradas y los gestos velados dicen más que las palabras. (Como que es necesario recurrir –y lo aceptamos así– a la metralleta para mantener el ansiado “orden público”).
Disculpen, queridos todos, parientes y amigos lindos, me callo. No quiero pelear con nadie. Soy tan chileno como ustedes. Les dejo estampada aquí mi sonrisa cordial… ¡Viva Chile!