Opinión

La gran lectora

Decía Borges que era más difícil encontrar un buen lector que un buen escritor. Él se creía un excelente lector antes que el eximio escriba que fue, aunque muchos vieran en ello una pose de falsa modestia o de soberbia soterrada, que viene a ser lo mismo.
Decía Borges que era más difícil encontrar un buen lector que un buen escritor. Él se creía un excelente lector antes que el eximio escriba que fue, aunque muchos vieran en ello una pose de falsa modestia o de soberbia soterrada, que viene a ser lo mismo.
Chile ocupó un buen lugar estadístico, allá por los 60’ y principios de los 70’, como país de altos índices de lectores en América Latina, sólo por debajo de Argentina y Uruguay, cerca de la media española y portuguesa. Hoy, la situación ha cambiado, radicalmente; estamos en la base de la lista. Los factores causales son más o menos conocidos, partiendo por la menesterosa calidad de la educación primaria y secundaria, donde las incitaciones y las exigencias de lectura humanista son menos que mínimas.
En nuestras viejas generaciones de los 40’ y 50’, el gusto y la afición por el “vicio impune”, nacían por el efecto de mostración de nuestros padres, incubados junto a la infaltable biblioteca... No era preciso pertenecer a una familia acomodada, porque aquella sociedad consideraba el libro como elemento y objeto necesario y de honorable prestigio, accesible a diversas capas o estratos. El conocimiento progresivo de las grandes obras de la literatura universal se estimaba imprescindible para conformar la “cultura general” básica, plataforma para superar otros escalones en el camino hacia un posicionamiento social expectable. Quizá por efecto retardado del modelo educativo francés de finales del siglo XIX y principios del XX, se presuponía que un egresado de la enseñanza media debía redactar textos con absoluta corrección gramatical, siendo capaz de expresar sus ideas con claridad, y, en lo posible, con elegancia.
Tales exigencias quedan hoy, incluso, fuera de la mayoría de los ámbitos y carreras profesionales de la llamada “educación superior”. Así, te encontrarás con doctores que expresan un determinado concepto en un párrafo de su discurso escrito y, en el siguiente, lo contradicen por falencia de construcción sintáctica. Sin duda, la falta de un temprano hábito de lectura incide en estas aberraciones comunes al actual sistema de educación, agudizadas por el desprecio tácito al libro y la consecuente alternativa informática, tan veloz y sintética como superficial, donde el dato se utiliza y apropia sin mayor análisis ni maduración comprensiva.
Por otra parte, la masa lectora –si así pudiera llamarse al cada vez más reducido grupo de usuarios del libro– en su mayoría, se inclina por el best seller, en su actual forma de thriller estadounidense, con sus ingredientes de suspenso mortal y acciones tan violentas como vertiginosas, pues la condición de la actual subcultura en que vivimos es negar el tiempo de la reflexión, la pausa de la memoria, el hábito de mirar con esa mezcla de morosidad y delectación propias del caminante, del peregrino que abre las páginas de la vida paso a paso, en procura de entenderla, sin caer en el torbellino de la enajenación embrutecedora a la que nos arrastra esta sociedad del espectáculo virtual permanente, en el que todo viene prefijado, hasta la señal inducida para que riamos o lloremos o caigamos en el espeluzno del horror grotesco.
Se hace cada vez más difícil encontrar buenos lectores, pero yo conozco algunos en mi entorno, cuyos nombres no revelaré porque su proximidad haría de la nominación pecado de lesa arrogancia. Pero me enorgullezco y lo declaro: soy amigo de la gran lectora, una suerte de ángel proveedor de excelentes libros que adquiere para ella, que los presta, no sin decirnos que “me duele el corazón prestarte este libro”, porque ha llegado a identificarse de tal modo con ellos, los de su predilección refinada, como quien se liga a un ser querido que nunca nos defraudará, incapaz de traicionarnos, dispuesto a abrirse para nosotros, como un amante incondicional y siempre excitante… Ella nos puso en contacto temprano con Sandor Marái, con Thomas Bernhard, con libros recién editados de Virginia Wolf… Su olfato literario es superlativo, perfeccionado en la lectura compulsiva de obras de excelencia, sobre todo en el variado género del testimonio, la memoria y los diarios… Por supuesto, de quienes tienen algo que decir y lo dicen de manera magistral… Ella entiende que la finalidad última de un libro y su efecto maravilloso es que nos lea a nosotros como lectores, que nos desnude con sus palabras, para que, leyéndolo en lúcida fidelidad, seamos capaces de volver a escribirlo, aun sin trazar sobre el papel ni una sola palabra. El gran lector es un iniciado, el perfecto amador-amante. Y, si está dispuesto a irradiar algo de esa gracia afortunada, se transforma en un bendito duende de las palabras, como decía Lorca.
La gran lectora que conozco, y que es, además, nuestra amiga, se llama María Isabel Gil Ruiz, riojana de ancestros... Es un ser real y auténtico, pero sólo podría presentársela a buenos lectores que busquen, sin aspavientos ni falsas pretensiones, ese camino rumoroso y fascinante de las palabras tejidas desde las entrañas existenciales de sus creadores, con maestría y talento. Develarlas, para sí mismo y para los demás, constituye el dilecto oficio que encomiaba Jorge Luis Borges.