Opinión

Gaza

En 1983 publiqué La piedra del Destino. Sus poemas rozan lo lírico, el exilio gallego, la mirada libertaria. Hay uno que se titula Posdata. Hablo de mi padre y del padre de mi amigo. Mi padre que labraba imágenes íntimas en torno a la inmigración, a la lucha de los viejos republicanos, al asesinato de García Lorca, la búsqueda de una humanidad libre de autoritarismos, de mitos, de religiones. Libre del estalinismo, del nazismo, del franquismo.
En 1983 publiqué La piedra del Destino. Sus poemas rozan lo lírico, el exilio gallego, la mirada libertaria. Hay uno que se titula Posdata. Hablo de mi padre y del padre de mi amigo. Mi padre que labraba imágenes íntimas en torno a la inmigración, a la lucha de los viejos republicanos, al asesinato de García Lorca, la búsqueda de una humanidad libre de autoritarismos, de mitos, de religiones. Libre del estalinismo, del nazismo, del franquismo. El padre de mi amigo hablaba del horror del campo de concentración alemán, de los números tatuados en sus brazos, del insomnio, de la fuga. Había sido maquís, había estado en la resistencia francesa. Hablaban de Ramón Vila y de José Castro. El poema finaliza con estos versos: “Fue mi primer amigo. Se presentaba así: Me llamo Enrique Kohn, soy judío belga”.
El mundo es por momentos fantasmagórico. Héroes, ídolos o mártires sembrando perversión. La perversión del Estado en la vida cotidiana, en la alienación cotidiana. La invasión a Hungría o a Checoslovaquia no es distinta a la de los marines yanquis. El horror crece, se divide, toma distancia. Pero es uno, sólo uno. No hablamos de demonización.  Nos rodean ideas bastardas, vengativas. La represión ideológica genera fanatismos, odios. Allí las banderas, las patrias, los dioses.
Uno se pregunta cuánto vale la vida de un palestino, cuánto vale la vida de un israelita, la vida de un boliviano. ¿Cuál vale más? ¿Cuántas vidas de un polaco son equivalentes a las de un inglés? ¿La de un chaqueño es más o menos que la de un porteño? ¿Tres veces menos, cuatro veces más? Y entre nosotros, ¿un diputado cuántos cartoneros vale, cuántos senadores, cuántos intendentes? ¿Qué diferencia hay entre un marroquí y un italiano de Milán? ¿La diferencia está en lo que gana un jugador de fútbol y un campesino de la India? ¿Entre un caballo árabe y un ciudadano turco durmiendo en una calle de París? ¿Cómo medimos el hambre, la sequía, la injusticia? ¿Desde un velero, desde un sanatorio privado, desde la boca de un fusil?
He escuchado estos días las voces de Camus, de Chomsky,  de Berger. Son parte de mis referentes. Por la lucidez, por la ética, por el compromiso. He leído artículos, he hablado con amigos. Recientemente estuve con Rocío en una marcha por la paz. Otra vez un entramado de referencias, de culturas masivas sin hondura real, veneración y memoria dirigida.
Poesía palestina, poesía iraquí, poesía libanesa. Y también El cantar de los cantares. Lluvia blanca, fósforo blanco. Un arma incendiaria. Fuego y humo, luego explosiones, dolor, desolación. Si el fósforo blanco toca a un hombre, a una mujer, a un niño o a un perro arde hasta que deja de haber oxígeno. Los científicos y técnicos trabajan en eso. Puede llegar a arder hasta el hueso. Cuando el humo hace contacto con los ojos puede llegar a dejar ciego a un hombre o a un pájaro. Los árboles mueren, la hierba. La arena, el cielo, los sueños. Produce quemadura de tercer grado. El fósforo blanco fue diseñado en laboratorios pulcros, con aire acondicionado, para derretir la piel humana. O la de una vaca o la de un conejo. La sustancia se expande en forma gaseosa. Es importante, fue ensayado, no puede haber errores. El gas quema el plástico, atraviesa la máscara. Al ser inhalado quema al hombre, a la mujer o al niño por dentro. También puede quemar a un gato, a un artesano, a un viejo a punto de morir.
Es monótono el horror. Ahora escucho a Wagner dirigido por Daniel Baremboim. Kurdos, palestinos, chiítas, sunitas, petróleo. Mezquitas, sinagogas, templos, iglesias. Monjes, burdeles, hoteles de cinco estrellas. Fuentes con agua de diversos colores, mármoles, casinos. Habitaciones de veinte mil dólares americanos la noche. Y los organismos internacionales; serios, impecables, preocupados. Las bombas de racimo no sólo matan, amputan. Debemos hablar de niños amputados no de niños heridos, de gente que le faltará el habla o el oído o un ojo. O un pie. De eso debemos hablar, no de heridos, de amputación, de lisiados, de locura. Habitaciones colmadas de mujeres y niños, cuartos miserables donde caerá en breve la peste, las infecciones, el olvido. Atacan por tierra, por aire, por mar. De día y de noche. Sin piedad, para defenderse, para que los otros no ataquen, para que comprendan. La conciencia debe ser transparente, dejarnos dormir. Votar, creer en el más allá y en el más acá. Hoy mi amigo de la infancia tiene un alto cargo en el ejército de Israel.
Es tarde, evoco a un poeta nacido en la aldea Al-Birwa, Mahmud Darwich. “No queda de la noche ni de mi tiempo en el que combatir / pero la noche regresa a su noche / y yo caigo en la fosa de esta sombra”.