Opinión

La fuerza pública

Nuestras sociedades del siglo XXI siguen siendo más o menos represoras, incluso las ‘avanzadas’ o del llamado primer mundo. El ser humano reprime a sus semejantes, desde el seno de la familia, desde que abrimos los ojos a esta vida terrena y hasta que nos meten en la caja de madera final o nos arrojan, como Dios nos echó al mundo, a la última cueva.
Nuestras sociedades del siglo XXI siguen siendo más o menos represoras, incluso las ‘avanzadas’ o del llamado primer mundo. El ser humano reprime a sus semejantes, desde el seno de la familia, desde que abrimos los ojos a esta vida terrena y hasta que nos meten en la caja de madera final o nos arrojan, como Dios nos echó al mundo, a la última cueva. La libertad resulta ser una quimera, constreñidos como estamos por tantos poderes, sean estos familiares, sociales, políticos, estatales, corporativos, religiosos o surgidos de la simple discriminación de clase. Asimismo, adquirimos con rapidez los códigos represores, para aplicarlos en el entorno, de generación en generación.
La Derecha clama, indefectiblemente, por seguridad, es decir por articular medios y mecanismos para preservar la integridad física y, sobre todo, material, de los suyos... Todo lo que atente contra estos bienes resulta amenazante, perverso, injusto. El propietario se aterra cuando su mayordomo le dice: “Se llenó de pobres el recibidor... ¿Qué hacemos, Señor?”. Ni le atañe ni le interesa la causalidad de la pobreza; menos la de la delincuencia, a la que quiere atacar por todos los medios a su alcance, esgrimiendo la terrible picota de la pena de muerte: “No infrinjas mis normas, porque irás a la cárcel o morirás”.
La fuerza pública –vulgo policía– deberá estar a su servicio incondicional. Para sus acólitos sería maravilloso contar con un carabinero por delincuente, lo que garantizaría una paz casi absoluta (casi, porque la tentación del delito también acomete a los guardianes del orden). Pero, claro, es imposible aquello, porque no hay presupuesto público ni privado que lo resista. Por otra parte, la delincuencia es prima en segundo grado de la cesantía y meretriz de los bajos salarios; aunque la cesantía tiene su lado bueno: ayuda a procurar mano de obra barata... Si pretendes un aumento de salario, se te dirá: –“Hay cien huevones afuera, esperando por tu puesto de trabajo; no te pongas difícil...”. Y es absolutamente cierto, por desgracia.
Toda esta lucubración para contaros que ayer por la noche fuimos al festival de jazz organizado por la Municipalidad de Providencia, comandada por el ex militar y ex agente torturador, Cristián Labbé Galilea. En el Parque de las Esculturas se levantó un escenario de férreas y antiestéticas estructuras, enfrentado a una tribuna y platea para quienes pudiesen pagar entradas que llegaban a los $17.000 (¡oh, la cultura popular!). Al frente, al otro lado del río –esa cloaca líquida llamada Mapocho que Sebastián Piñera transformará en “lugar ameno”– se alzaban unas cutres galerías, flanqueadas por rejas provisorias, donde podían sentarse los que pagaban $3.000 por individuo. A los costados, fuera de aquel perímetro, nos ubicábamos aquellos que asistimos “deportivamente”, sentados o recostados sobre un césped que, en algunos sectores, hedía a orines y a mierda (los pobres de Providencia, que también los hay, suelen pernoctar en los jardines junto al río...). Allí se congregó una entusiasta muchachada, premunida de vituallas, bebidas, pitos (1) y cervezas.
Alguien advirtió: –“Hay que beber con precaución, porque los pacos (2) te hacen botar al suelo la cerveza”... Dicho y hecho. Entre la muchedumbre se deslizó un teniente, pisando manos, rodillas y otros miembros desprevenidos, para exigir a un joven ubicado junto a nosotros que vaciara en el pasto el dorado y reconfortante líquido... No ocurría igual con la marihuana, porque los cigarrillos eran más difíciles de detectar y el olfato de los guardianes no estaba anoche en su mejor punto de sensibilidad.
En fin, todo un contingente de nuestra benemérita fuerza pública, acompañado por los guardias azules del ayuntamiento, destinado a evitar que los asistentes al concierto bebieran; por supuesto a los que no pagaron entradas, pues los otros sí podían hacerlo, sin control ni menoscabo de su sed, como pudimos apreciar.
Patético. Grotesco. Inútil. Pero la represión escoge curiosos caminos para manifestar el prurito castrador, unido indefectiblemente a la mala conciencia, para gritarnos a viva voz, en cada rincón de esta ciudad sitiada, el ¡No lo hagas! ¡Está prohibido!
En cambio, en Bar Amigo, suelen acudir conspicuos de la Fuerza Pública –de civil, se entiende, aunque el uniforme se les revele en la piel y en los gestos de perro de presa– para beber la sangre de la cebada como auténticos e insaciables germanos… Total, la Chi, la oriental dueña, hija de Confucio, les beneficia con un treinta por ciento de rebaja. Con eso evita posibles multas y conjura denuncios… En Bar Amigo hasta la policía resulta amable y comprensiva. Por eso nos gusta llamar a este lugar sagrado “nuestra Parroquia”.
¡Gracias a Dios!

(1) Pito: Nombre que se da en Chile a los cigarrillos de marihuana.
(2) Paco: Denominación popular para referirse a los policías.