Opinión

Una ficción real

“La mentira, contada con arte,es una verdad prístina”Eduardo MolinaAlfonso Calderón, escritor, Premio Nacional de Literatura 1998, ha cumplido a cabalidad su lema en el oficio literario: “Ningún día sin escribir una línea…”.
“La mentira, contada con arte,
es una verdad prístina”

Eduardo Molina

Alfonso Calderón, escritor, Premio Nacional de Literatura 1998, ha cumplido a cabalidad su lema en el oficio literario: “Ningún día sin escribir una línea…”. Su obra se despliega en casi todos los géneros, pero lo más destacado de ella es –a mi juicio– la prosa desgranada en sus Diarios y en los relatos de viaje. Gran glosador, ha logrado hacer, de la maestría que nos legó Montaigne, un ejercicio constante de lucidez y fino humor; este último le viene –diría yo– de la sabia estirpe que modeló desde muy antiguo el telar de sus sueños humanistas.
Hace unos días, estuvimos con él en la Casa del Escritor. Nos habló de su más reciente publicación, ‘Ventura y Desventura de Eduardo Molina’, texto difícil de definir según clasificaciones al uso; quizá novela testimonial, diario a dos voces, biografía vivísima de un personaje, mitad real y mitad ficción, ensayo sobre la trascendente humanidad de la literatura… Según apreciáramos hace unos años, respecto a un libro sobre Unamuno, de Guillermo Blanco, esta obra de Alfonso Calderón adquiere el mayor atributo que podemos pedir a un libro: leernos a nosotros mismos, descifrarnos en sus códigos estéticos y vitales, llevarnos por el alucinante calidoscopio de la existencia literaria, develándonos parte esencial de esa biblioteca infinita que Borges abrió para los amantes de la palabra creadora.
Se podrá argumentar que se trata de metaliteratura, que el libro es sólo para “iniciados”, porque, partiendo por el personaje, desconocido de gran parte de la clientela lectora de este país, se hace indispensable conocer a los principales autores citados, comenzando por Proust y su monumental novela ‘En busca del tiempo perdido’, ópera que se desarrolla como fondo escénico de la vida de Molina y quizá de parte de la estética del propio Calderón. También surge la figura de Somerset Maugham, sobre todo a partir de su novela ‘El filo de la navaja’… Pero todas las artes tienen sus estadios iniciáticos –querámoslo o no– y las exquisiteces suelen ser disfrutadas por minorías de gustos refinados, como bien lo demuestran los avatares de Eduardo Molina.
La fascinante historia de este escritor que nada de sus creaciones plasmara en el papel, salvo quizá un puñado de poemas cuya autoría parece en entredicho, es un precioso regalo que recibimos de manos de Alfonso Calderón, quien proyecta en la biografía de Molina su amplia y rica visión de una prolífica época de la literatura chilena, teniendo como principal referente a la Generación del 50’, de la que Calderón es figura destacada. Tiempo de intensa bohemia en los rincones de Santiago, veinte años antes de que la manu militari clausurara los bares, imponiendo el ominoso “toque de queda”.
El periodista Roberto Careaga cuenta el primer encuentro de estos dos “autores personajes” de vidas entrecruzadas por la misma pasión literaria:
“En enero de 1953, Alfonso Calderón buscaba en la Librería Universitaria la recién salida edición de La Peste, de Albert Camus. Se le acercó un hombre que no medía más de un metro y sesenta de estatura, quien le preguntó si había leído Periodismo de Combate, del mismo Camus. Poco después, Calderón estaba sentado en el Bar Il Bosco ante la figura más enigmática de las generaciones del 38’ y del 50’. Eduardo ‘Chico’ Molina, un escritor sin obra, lector voraz y mentiroso profesional. Conversarían toda la tarde. Se harían amigos. Años después, Calderón le escucharía una profecía: ‘Tú vas a ser el cronista de mi vida”.
Profeta o no, el vaticinio ha resultado exacto. Tenemos entre manos la hermosa y rutilante crónica, que Alfonso Calderón ha escrito amorosamente, para dignificar a un personaje que dijera de sí: “He venido a este mundo para embellecerlo”, lo que en verdad resultó su leit motiv de vida, en medio de la grisura de nuestra Santiago del Nuevo Extremo, alternada con el oasis costero de Lo Gallardo, donde le acompañaron la Momo Del Río y el poeta Efraín Barquero… En los avatares citadinos y bohemios, le secundaron otros significativos autores nuestros, como Luis Oyarzún, Roberto Humeres, Eduardo Anguita, y los entonces jóvenes y promisorios Enrique Lafourcade, Martín Cerda, Alfonso Calderón y el querido poeta, asiduo compañero de Molina, Jorge Teillier, quien articulara una curiosa “bibliografía moliniana” a la que pudimos acceder en Internet.
Nos dice Calderón, al inicio de su libro:
“Hay ciertos días en los que pienso acerca de las dificultades en ‘armar’ esta vida de Eduardo Molina Ventura. Los materiales a menudo se contradicen y oscurecen, los hechos tienen la configuración de un puzzle. Él pone y quita partes de su vida. Desaloja a un pariente, convierte a la madre en abuela; la visión del padre es, en ocasiones, una diatriba pormenorizada; luego, hay ciertas formas primarias de admiración por él. Los retoques son constantes. Creo que, para él, la mutación de un hecho lo enriquece, dándole tiempo para memorar lo luctuoso con las glorias de la vida”.
Se sucederán las aventuras y anécdotas; ambos personajes –Molina y Calderón– parecen confundirse, como los heterónimos de Pessoa. Y a la postre no sabemos a ciencia cierta quién de los dos habla o si es una sola voz dual; acierto estético, sin duda. El autor, al final de su novela-diario-biografía-testimonio, inventa una muerte gloriosamente literaria para el Poeta Molina.
Todos los que deambulamos desde muy jóvenes –con mayor o menor fortuna– por los ásperos y venturosos caminos de la literatura, llevamos algo de ese élan vital que prodigara Eduardo Molina Ventura, el mismo que mueve a nuestro admirado Alfonso Calderón.
¡Bienaventurados sean el Personaje vivo y su Autor ficticio!
Amén.