Opinión

Experiencias

En estos tiempos de ansiosa extroversión, de bullanguero exhibicionismo, de abrumadora canonización de la imagen superficial y del instante baladí, el voluntario apartamiento, la envidiable “vida retirada” de ciertos poetas no representa tan sólo una lección de moral, una ejemplar demostración de auténtico respeto por sí mismo y por la dignidad del oficio.
En estos tiempos de ansiosa extroversión, de bullanguero exhibicionismo, de abrumadora canonización de la imagen superficial y del instante baladí, el voluntario apartamiento, la envidiable “vida retirada” de ciertos poetas no representa tan sólo una lección de moral, una ejemplar demostración de auténtico respeto por sí mismo y por la dignidad del oficio. Sino que también, intuyo, no tratándose por supuesto de pose alguna sino, muy por el contrario de una natural derivación, casi orgánica, de su manera de ser, no podía dejar de tener serena implicancia en su propio lirismo.
Y es que, en efecto, la rica concentración con que irradian algunos textos, ¿no constituye acaso un implícito mentís, una obvia denegación para esa estrepitosa y masificante “sociedad del espectáculo” (Guy Débord dixit) que hoy nos envuelve, en las urbes y en los medios? Y que ya André Malraux había definido cabalmente hace no poco tiempo: “nuestra civilización vive en lo sensacional como la griega vivió en la mitología”.
Porque si esa digna poesía implica, más que exige, un lector a su altura, un lector con experiencia y con oído, ¿no nos devuelve (si es que no nos contagia) la necesidad de un marco de silencio, preferentemente en el ámbito de la naturaleza, la necesidad de una debida atención al peso y a la densidad de las palabras, a su vibración y a su ritmo?
El poeta se oculta y se desnuda, al mismo tiempo, en términos de inefable resonancia, de nítido timbre, a los que un logrado escandido presta una música interna, un tono que –sobre todo en estos tiempos, tan sórdidos como sordos– se me hace el de la auténtica poesía de hoy y de siempre. Ya que, después de todo, como aludiera lúcidamente George Steiner al pasar, hablando de otro tema (nada menos que de la traducción de Antígona), ¿acaso no es posible concebir que en los orígenes de las lenguas del mundo, cuando los clanes y las tribus erraban por los páramos sin imaginar la calidad de los posibles encuentros, o encontronazos, cada idioma no habrá sido a la vez hijo de la voluntad de comunicarse (con los propios) pero también de ocultarse (ante los extraños)? Si cada uno, entonces, todavía hoy, acaso inconscientemente y en su mera vida cotidiana, sigue empleando el lenguaje  también para desnudarse y ocultarse, acaso al mismo tiempo, ¿por qué asombrarse de que lo haga el poeta? ¿Y no será ésa, quizás, como tantas otras tensiones implícitas en la condición humana (entre animal y hombre, entre instinto y espíritu, entre socializarse e individualizarse, entre vida y muerte) una de las fuentes de lo que todavía seguimos llamando poesía?
En el aire enrarecido de la época que nos toca vivir, bajo los nubarrones asfixiantes de la más vocinglera masificación tecnolátrica que hubiera podido imaginarse, la voz inerme e indeleble del poema nos devuelve el canto del agua libre y cantarina en la peña desnuda, el ave que logramos oír (única y general) siendo a la vez especie y caso único, el sagrado rumor del viento entre las hojas, el paseo elocuente de esa nube, el contacto de fondo con lo humano, el dolor compartido, la belleza elocuente y huidiza. Nos busca en fin de persona a persona, de hombre a hombre, de uno en uno, en lo profundo y esencial, pero para intentar hacernos sentir asimismo, a la vez, que somos yo y especie, generales y únicos.
No sólo porque no es necesario peaje, imposición ni óbolo alguno para acercarse a él. Sino también porque lo que allí se nos entrega continúa también abierto, disponible, no se encierra y se expone, palabra entera de hombre, contenida, precisa, temblorosa, bajo el sol de noche de lo Abierto.