Opinión

Estar en el bando malo

Llega un día, después de años de golpes, miedos y humillaciones, que te atreves a dar el paso de reconocer que tu padre –o tu marido– es un maltratador, y eso produce una dolorosa reacción de madurez: estuve conviviendo con el malo de la película, estuve en el bando de los malos. Con la conciencia política de cada ciudadano sucede algo parecido. En estos años han ido saliendo a la luz los crímenes del imperialismo estadounidense gracias a la enorme conciencia de héroes que se han condenado de por vida, como el soldado Bradley Manning que destapó las masacres bélicas de su país (Wikileaks) o, recientemente, el agente Snowden que aireó el escándalo del espionaje yanqui a todo bicho viviente (algunos llevábamos años leyendo informaciones sobre la red Echelon de control de comunicaciones privadas en todo el planeta). Personas admirables –en este caso, auténticos patriotas de un modelo más democrático que el que soportan– se han enfrentado a todo su entorno nacional y cultural por el bien general y han pasado por el trance de aceptar que viven en el país de los malos. En España en particular y en Europa en general, asistimos como tarugos inanimados a la reacción de terceros países –en especial, de esa América Latina que nos da una y otra lección moral frente a nuestro racismo– que se la juegan ante el gran patriarca planetario planteándose el asilo político o el cuidado de estos hombres que, en realidad, están defendiendo a Europa del espionaje estadounidense. En lugar de agradecérselo, lo único que se nos ocurre es mirar para otro lado reforzando al maltatador porque no queremos asumir que vivimos en el bando de los malos.