Opinión

El Estadio de don Rufino

A Rosario MeleroSería el año 1953, cuando mi padre nos llevó a conocer las incipientes instalaciones de lo que iba a transformarse, con el correr de los años, en el hermoso Estadio Español de Las Condes, en Santiago de Chile.
El Estadio de don Rufino
A Rosario Melero

Sería el año 1953, cuando mi padre nos llevó a conocer las incipientes instalaciones de lo que iba a transformarse, con el correr de los años, en el hermoso Estadio Español de Las Condes, en Santiago de Chile. Él había adquirido tres acciones, que nunca utilizamos para beneficiarnos como socios, porque pronto hubo de venderlas, como hizo con todos sus proyectos de inversión y ahorro, sueños que se esfumaban rápidamente. –Éste es el estadio de Don Rufino, nos dijo, a mi hermano Toño y a mí, frente a un enorme potrero donde se levantaban unos muros de concreto y cadenas de fierro. En los alrededores había quintas y chacras con aroma campesino.
El domingo 10 de octubre de este año del Bicentenario, se llevó a cabo, en Estadio Español, la fiesta de la Hispanidad, a la que concurrieron más de doce mil personas. Como ilustres visitas, fueron acogidos Victoria Cristóbal, Directora de la Agencia Madrileña para la Emigración y Santiago Camba, Secretario Xeral de Emigración de la Xunta de Galicia, junto a Juan Manuel Cabrera, Embajador de España y a Víctor Fagilde, Cónsul General… Traté de conciliar, en la racionalidad de la memoria, ambas imágenes: la del niño curioso de entonces y la del adulto asombrado de hoy. ¡Cuánto esfuerzo, trabajo y dedicación en seis décadas!
El 14 de octubre se celebraron los sesenta años de Estadio Español de Las Condes, culminando con una cena de gala que tuvo como gentil anfitrión a Juan Ignacio Maiza Melero, su presidente, nieto de don Rufino Melero López de Goicoechea, principal fundador, podríamos decir, de la pujante entidad. Se pronunciaron los discursos de rigor, destacando la importancia de una institución que reúne y cobija a las principales asociaciones de la hispanidad chilena, preservando tradiciones vernáculas y dando apoyo constante a obras sociales de la envergadura del Hogar Español.
En una placa de bronce, en el salón de acceso a la biblioteca, podemos leer los nombres que siguen a Don Rufino: Estanislao Galofré, Martín Pascual, José Maiza, Oscar Gutiérrez, Santiago Mingo, Jaime Carafí, Higinio Nicolás, Fernando Uribe-Echavarría, Ignacio Nunes, Manuel Ríos, Miguel Paul, Enrique Bustos, José Peña, Juan Legarreta, Patricio Rámila, Antonio Martínez, Cipriano Rodríguez, Carlos Martínez, Antonio Salamero, Benigno Sáinz, Evaristo Santos, José Balada, Javier Sierra, Raimundo Caballero, Amadeo Torrá, José Vega, y José García… Apellidos que hoy se encuentran repartidos por la prolífica descendencia de hijos, nietos, biznietos chilenos, y que constituyen una suerte de mapa de un paisanaje cordial repartido por todos los confines de España y de nuestra América.
El misterioso registro de la memoria me llevó de nuevo a la infancia. Recordé unas excitantes cacerías de tórtola y perdiz en fundos del poniente de Santiago del Nuevo Extremo, en la zona donde hoy se extienden las pistas del aeropuerto de Pudahuel… El tío Manuel Moure nos pasaba a buscar a nuestra casa de Exequiel Fernández, barrio de Ñuñoa, muy de madrugada, en su enorme Buick azul del año 38. Mi padre se ubicaba en el asiento delantero; yo, atrás, con Juan, el ayudante encargado de escopetas y artilugios de caza, y el perro Sil, un perdiguero blanquinegro de gran alzada. Para mí resultaba turbador el tufillo de la pólvora, mezclado con el de los morrales que aún olían a pájaro.
En algún lugar del viejo Santiago, se nos unía don Rufino Melero, con su comitiva. También llevaba un mozo de servicio que le cargaba las escopetas; llevaba tres, porque disparaba gran cantidad de tiros, y cuando una de las ‘Zarrasqueta’ se recalentaba, cogía otra... Don Rufino buscaba ubicación, con excelente ojo cinegético, en un cruce de tórtolas, camuflado entre boldos, donde se acomodaba en una pequeña silla plegable… Tenía excelente puntería y derribaba pájaros sin cesar, los que iban engrosando morrales y pequeños sacos de esparto… Mi padre, en cambio, prefería caminar a campo traviesa, recorriendo kilómetros con sus grandes zancadas. Yo le seguía jadeante, cumpliendo mi papel de compañero y de recolector circunstancial de aves abatidas.
De regreso, ya cerca del crepúsculo, don Rufino hacía detener su coche y regalaba parte del abundante fruto de su cacería en las casas de los lugareños. Yo imaginaba el festín que se darían, con una fuente de avecillas sazonadas con laurel, ajo, pimentón y romero…
En 1981 publiqué mi libro ‘La Voz de la Casa’, donde escribo algo del memorioso testimonio de aquellas jornadas de caza menor. Envié un ejemplar, dedicado, a don Rufino Melero. Me llamó por teléfono para agradecérmelo y deshilvanó recuerdos con emoción contenida. Era un personaje de mi infancia y tío Manuel se ufanaba de su amistad, encomiando las virtudes de ese emigrante que conoció el éxito sin olvidar su origen... Y es que don Rufino poseía esa calidad humana que no se aprende, que viene en los genes (o en la sangre, como antes se decía). Emprendedor y generoso, procuraba los medios necesarios para crear y mantener obras de beneficio social. Solía visitar a miembros adinerados de la colectividad española para pedirles, sin ambages, aportes monetarios para tales iniciativas. Nadie se atrevía a negarse, tal era su poder de convencimiento ejemplar.
A veces, me topaba con don Rufino en el centro de Santiago, donde realizaba gestiones propias de su actividad industrial. Conversábamos brevemente. Poseía una potente chispa y siempre decía algo grato, como nacido de un optimismo a toda prueba. La última ocasión en que recuerdo haberle encontrado fue un mediodía de viernes, descendiendo del Metro en Universidad de Chile. Tendría entonces noventa y seis años. Le saludé. –Ah, me dijo, eres tú, el hijo de Cándido, el escritor que me dedicó un libro… -Sí, le respondí… Y usted, don Rufino, ¿cómo está? –No tan bien, me contestó, tomándome del brazo con su mano aún enérgica… –¿Sabes? –agregó–, ahora me canso cuando subo escaleras...
Don Rufino partió de este mundo días antes de cumplir un siglo de vida. Para su inminente centenario, se preparaba un homenaje apoteósico, pero él, con postrer gesto de inveterada modestia, rehusó el agasajo.
Don Rufino representa, para mí –como lo fuera mi padre gallego– el paradigma del emigrante español: el que reparte la simiente y funda, con amor tesonero, nuevas realidades, nuevas patrias, por la sangre y la palabra, entendiendo la patria –claro– como una prolongación feliz de la casa de todos.