Opinión

Esclavitud

Entré en el banco para cobrar un cheque por honorarios contables, cantidad modesta, por no decir exigua… Pasé el documento a la cajera, junto con mi cédula de identidad, cuyo número había yo anotado en el reverso, además del teléfono de contacto.
Entré en el banco para cobrar un cheque por honorarios contables, cantidad modesta, por no decir exigua… Pasé el documento a la cajera, junto con mi cédula de identidad, cuyo número había yo anotado en el reverso, además del teléfono de contacto. La mujer revisó el cheque, llenándolo de nerviosos visto-buenos con lápiz rojo; enseguida, introdujo el documento en una pequeña máquina electrónica que, al parecer, emitía agudos pitidos de aprobación certificatoria cada vez que el cheque hacía una pirueta, entrando y saliendo, como serpiente de celulosa.... Me miró con gesto frío, pidiéndome que metiera mi dedo pulgar derecho en la ranura de un adminículo provisto de luz verde. Lo hice. Me conminó a repetir la operación, tres veces, posicionando el dedo más arriba o más abajo de la ranura. Refunfuñó algo ininteligible –mi dedo era grande para el ojo-orificio de aquel cíclope de pacotilla– y me alargó, con cierta dureza en el ademán, un minúsculo tampón redondo para que yo untara el pulgar y lo presionara sobre el dorso del cheque. Inquirí el porqué de la huella dactilar si le había entregado mi carné, tarjeta plástica que ya verificara en otro artilugio revelador-confirmativo… –Son normas de seguridad del Banco- me respondió, con acento de franca ironía… Iba a pagarme en billetes cuando las luces titilaron. Me miró con aire de triunfo, para decirme: –Lo siento, no puedo pagarle su cheque, se cayó el sistema… –Pero, cómo, señorita, necesito mi dinero, ahora… –Si gusta, espere señor, hasta que repongan el sistema. Faltaban diez minutos para las dos de la tarde y yo tenía que depositar en otro banco… Esperé, esperamos, los cuarenta o cincuenta individuos que llevábamos aguardando, hacía más de una hora, flanqueados por correas plásticas, como reses conducidas al martirio, hasta que, cerca de las tres, volvieron a titilar las luces y el glorioso “sistema” (dios electrónico) se apiadó de los pobres de la tierra para que nos fuese entregado el maná en papel moneda.
Salí raudo a pagar las cuentas del gas, de la luz y del agua, todas con amenaza de “corte en trámite”, frase escrita bajo las facturas que me suena, mes a mes, a destino implacable, a premonición dolorosa… En la compañía de gas, una funcionaria relamida me explicó que no era posible pagar una de las dos cuentas pendientes; que debía abonar, a lo menos, el setenta y cinco por ciento de la deuda total… Pensé en la escala de prioridades: sin gas no se puede cocinar ni calentarse en el crudo invierno… El saldo me alcanzaría para pagar la cuenta del agua, porque sin ella no se puede vivir; en cuanto a la luz, aún había velas en casa, aunque la ausencia de la ‘caja de los idiotas’ provocaría contratiempos familiares… Recordé que también iban a cortar el teléfono, pero a estas alturas eso podría constituir una bendición, el beneficio del silencio, un resabio de soledad liberadora.
Volví a la oficina cerca de las cuatro de la tarde. El jefe me atravesó con mirada de reprobación, diciéndome que las “diligencias particulares” había que hacerlas fuera del horario de trabajo, que mi contrato era a tiempo completo, que no era la primera vez que ocurría, que a la próxima iba a descontarme las horas perdidas… (Me acordé de Proust, pero no se lo dije; tampoco abundé en el tópico del tiempo perdido ni en el de la esclavitud que Cronos impone). Me quedaba algún dinero en la tarjeta de “red compra”; con eso podría adquirir vituallas básicas a la salida del trabajo… Cuando me sentí algo distendido, me llamaron de casa avisándome de la suspensión de la energía eléctrica… (Mientras a mí me quede energía, iba a responder, pero no dije nada…).
Pasé al supermercado y fui echando en el carro las menestras. Me detuve en los vinos; había una oferta imperdible de cabernet sauvignon, pero resistí el oscuro deseo, pensando que sería inmoral beber en circunstancias de evidente inopia… Cogí una lata de cerveza que costaba el tercio de un kilo de pan… Al llegar a la caja tenía mi cuenta sacada, pero la cajera me dio una cifra algo mayor… –Le pago una parte en efectivo, le dije, y el saldo con lo que me queda en la ‘red bank’… Todo iba bien hasta que la tarjeta no funcionó… –Tengo saldo suficiente, le supliqué… –Probablemente, me respondió, pero se acaba de “caer el sistema”… Me deshice, estoico, de un cuarto de la compra, conservando la cerveza. (Es bueno sufrir, pero no tanto, reflexioné). Mi casa lucía un aspecto romántico bajo la luz mortecina y el aroma espeso de las velas. (Recordé que Cervantes había escrito su Ingenioso Hidalgo al amparo de una vela; asimismo que estuvo cautivo durante cinco años, como simple esclavo, en las mazmorras de Argel).
Me pasaron en casa la cuenta impaga por los gastos comunes y el talón de pago del colegio y una imperativa carta de cobranza de la universidad… Bebí la cerveza con resignada delectación, mientras una voz hecha conciencia me recordaba que el médico me prohibiera la cerveza, por “presión alta” y otras dolencias de la edad provecta. (Voy a releer la biografía de Mahatma Gandhi, escrita por Romain Rolland… Allí habla de la lucha por la libertad y del concepto que de ella tienen el hinduismo y el budismo, como logro espiritual por encima de la materia y las pedestres necesidades… Se es libre sólo en la interioridad de sí mismo… Un auténtico llamado al desprendimiento y a la santidad).
Algunos me hablan de la “libertad de los hijos de Dios”, es decir de la capacidad de escogencia entre el bien y el mal, pero esa creencia está fuera de mi pobre entendimiento.
Abro mi correo electrónico. Un mail del ‘City Bank de Londres’ me comunica que he ganado un millón de libras esterlinas en un extraño sorteo virtual... Para asegurar su pronto pago y cubrir gastos de transferencia y gestiones varias, debo remitirles cincuenta libras, cuanto antes… (¡Fack you!)
La vida es breve, efímera, quizá más escurridiza que la libertad, salvo que ésta nos llegue cuando crucemos hasta la otra orilla, aunque podría ser que encontrásemos la dulce esclavitud que consiste en la entrega eterna y absoluta al Amado (Santa Teresa dixit).
Por ahora, las redes siguen apresando a la mariposa nocturna.