Opinión

Dolores de alumbramiento

Para muchos de los lugares de donde provinieron nuestros inmigrantes, los descendientes de esos mismos inmigrantes en países como la Argentina se convierten –sin proponérselo, por un mero repliegue de la historia– en la herencia viva de un pasado como vemos todavía inquietante, y no sólo para nosotros.
Dolores de alumbramiento
Para muchos de los lugares de donde provinieron nuestros inmigrantes, los descendientes de esos mismos inmigrantes en países como la Argentina se convierten –sin proponérselo, por un mero repliegue de la historia– en la herencia viva de un pasado como vemos todavía inquietante, y no sólo para nosotros. Asumir creativamente entonces la parte de nuestra identidad como argentinos que nos viene de otros linajes, por más importante que resulte sin duda para nuestra cultura nacional, también representa en estas circunstancias una riqueza que algún día, muy probablemente, tendrá que volver a resultar valorizada en las patrias de origen de nuestros ancestros. De algún modo, así como antaño fuimos su futuro, la tierra prometida, en un futuro próximo quizá lleguemos a constituir una parte de su pasado, aunque no probablemente un paraíso perdido.
Si la comparación fuera posible, ¿qué desgarramiento resultaría más doloroso, el del emigrante que se ve forzado a abandonar su propia tierra y cambiarla por otra, a la que indudablemente casi siempre llegará a querer, pero sin que deje de extrañar a la suya, o el de los hijos de ese mismo emigrante, que se vieron forzados a enfrentar por sí mismos el desafío de aprender a moverse en un medio cuyas pautas de comportamiento no han podido transmitirle sus antepasados y que siempre añorarán también, por lo general, y aunque no lo sepan a conciencia, sin dejar por supuesto de amar a la patria de su nacimiento, a aquella otra de la que viene su sangre? ¿Y cuánto tiene eso que ver, de manera orgánica, no razonada, en los comportamientos que fueron adoptando al respecto, a la vez en relación con su identidad y su memoria?
No sin razón se ha venido poniendo el acento, desde hace ya mucho tiempo, y sin duda más que legítimamente, en el feroz desgarramiento que significó verse obligado a la emigración. (Por algo el ostracismo era el castigo más grave que podían imaginarse los antiguos griegos.) Ese dolor, sus casi incurables consecuencias, han sido motivo de poemas y de ensayos, de indagaciones y discursos, ha sido fotografiado, novelado, poetizado, pintado, filmado y analizado por sus cuatro costados. Y sigo insistiendo que hay en ello mucha y legítima razón, mucha razón. Y hasta podría decirse aún que es poco lo que se ha profundizado sobre tamaño asunto.
Pero modestamente me parece también que algo ha sido, no digamos soslayado, sino mantenido fuera de foco, que no ha sido muy bien enfocado y ni siquiera apenas enfocado todavía. Y no tan sólo desde el punto de vista del lugar original de donde provino la emigración, sino también y principalmente desde la perspectiva de la nueva tierra de acogida. Y ese tema no es otro que el del innegable conflicto que también enfrentan los hijos de inmigrantes. Nacidos en una tierra que es la suya de hecho y de derecho, pero a la cual todavía no poseen totalmente, una tierra que todavía no sólo no han tenido tiempo siquiera de poder hacer suya sino que deberán hacer suya, por la fuerza de las circunstancias. Criados muchas veces en dos lenguas y divididos por lo general entre dos mundos, entre dos culturas, entre dos amores, también los hijos de inmigrantes vivieron quizás –a sabiendas o no– su propio y especial desgarramiento, su propia personalidad escindida, su propio mundo a medias. ¿Y todo eso no iba a dejar ninguna huella en nuestra propia sociedad, en nuestra cultura, en nuestra manera de vivir?
Ellos también tuvieron que salir de una casa paterna donde muchas veces se vivía no sólo en la memoria sino también en las costumbres y en las pautas del pasado de otros lugares, para enfrentarse sin apoyo (porque en la mayoría de los casos nadie estaba en condiciones de dárselo) con un nuevo mundo, un mundo flamante y distinto, y con sus propias reglas, donde no siempre las actitudes aprendidas o aprehendidas en el propio hogar tenían vigencia ni circulación.
Claro que un problema similar es también el de los descendientes de migraciones internas o limítrofes, los que bajan del campo a las ciudades, y eso aquí no se niega en absoluto. Con ambos universos, que tanto tienen en común, se forjaron en la práctica (de hecho) las nuevas culturas de muchos otros jóvenes países. Y en esas nuevas culturas algo suyo y peculiar pusieron también –a sabiendas o no, repito, y hasta lo quisieran o no–, los primeros descendientes nativos de migraciones extranjeras.