Opinión

El debate

A los niños se les engaña fácilmente. Cuando no quieren sopa de ajo, los mayores gesticulan con falso apetito y les dicen que hay barquitos en la sopa. A otros les dicen directamente que no es sopa de ajo porque le echaron un guisante a la olla y, por tanto, es sopa de guisantes.
A los niños se les engaña fácilmente. Cuando no quieren sopa de ajo, los mayores gesticulan con falso apetito y les dicen que hay barquitos en la sopa. A otros les dicen directamente que no es sopa de ajo porque le echaron un guisante a la olla y, por tanto, es sopa de guisantes. A los adultos se les engaña todavía más fácilmente, precisamente en las cuestiones más importantes y trascendentes de toda su existencia: en su vida íntima se suman a una secta (religiosa: el monoteísmo es sectario en sí mismo) y en su vida pública se hipotecan hasta las cejas y se tragan el cuento del debate electoral. Les dicen que los dos candidatos son los únicos que representan a la gente y se toman toda la sopa de guisantes. Les dicen que los candidatos son distintos entre sí y se tragan los barquitos. Los candidatos se pelean por la temperatura de la sala, las luces, la posición de la silla, y no somos capaces de ver que son esas las únicas diferencias entre ambos. El bipartidismo así consolidado y televisado por los periodistas –unos, pánfilos, llegan a creérselo y otros son consecuentemente malvados– es la máquina perfecta de la censura, que impide pensar más allá de la sopa de ajo. Mientras los poderosos (me niego a llamarlo mercado) nos arrastran a un modelo político y económico medieval –los pobres nos peleamos con los muy pobres y todos nos postramos ante el señor feudal– aquí seguimos con interés el baile en prime time de los dos juglares del reino.