Opinión

La compulsión del discurso

Encargo curiosoLlegó una mañana a la Casa del Escritor, preguntando por mí. Hombre de mediana edad, pelo prematuramente cano y gruesos anteojos de miope.
La compulsión del discurso
Encargo curioso
Llegó una mañana a la Casa del Escritor, preguntando por mí. Hombre de mediana edad, pelo prematuramente cano y gruesos anteojos de miope. –Soy contador general de la Peugeot en Chile –me dijo– y quiero pedirle un servicio profesional–… Pretendía que yo le escribiese un discurso, para la despedida del gerente general, francés casado con chilena, quien dejaba el cargo después de quince años, para regresar a Francia. –A mí me encomendaron el homenaje del adiós –agregó– y quiero que sea una alocución memorable–… Traía una pauta, según la cual era preciso incluir versos de Neruda (a monsieur Poupin le encantaban los Veinte Poemas), y algunas frases sesudas de Séneca o Confucio (esto siempre resulta impactante para el auditorio de ejecutivos y funcionarios); la extensión del texto debía alcanzar, mínimo, las cinco carillas a espacio simple… Antes de que yo le respondiera, me dijo que iba a pagarme el trabajo y preguntó el monto de mi encargo; titubeando, le di una cifra; arrugó el entrecejo; pensé que era excesivo, pero antes de rectificar yo el guarismo, manifestó que le parecía bien el doble de esa cantidad.
Pensé que debiera haber más contadores solícitos y muchos gerentes en trance de despedida. El discursante pagó de inmediato la mitad de lo pactado y me dijo que volvería el lunes venidero. Hice mi tarea, lo mejor posible, cumpliendo el plazo de entrega. El contable vino con su secretaria y ambos leyeron el discurso en el salón de Premios Nacionales de Literatura de nuestra gloriosa SECH. La mujer tenía los ojos húmedos y el hombre estrechó con fuerza mi mano, diciéndome: –Ya me habían dicho que nadie como usted para hacer buenos discursos… Muchas gracias–. Y enteró el bendito saldo de mi estipendio.
Volvió una semana más tarde, con la secretaria… Traía una botella de champán y una tarjeta. –Le felicito –me dijo–, en quince años nadie había visto llorar a Monsieur Poupin.

Elocuencia Excesiva
En junio del año 2000 visitó Chile el Presidente de la Xunta de Galicia, Manuel Fraga Iribarne. Venía a entrevistarse con Ricardo Lagos, en gestión oficial, para que el mandatario chileno otorgara permisos de pesca a barcos-factoría gallegos, solicitud que fue denegada. La Universidad de Santiago le concedió el Doctor Honoris Causa y Fraga dio su respaldo entusiasta al Programa de Estudios Gallegos. Como era habitual, se reunió luego con representantes de la colectividad gallega y con el resto de españoles residentes, en los salones de Estadio Español, en multitudinaria ceremonia. (Eran los días de la detención en Londres de Augusto Pinochet, y muchos socios de Estadio Español esperaban una condena explícita de Fraga al juez Baltazar Garzón. Don Manuel, hábil y cazurro, esquivó el bulto, como torero eximio, y sólo habló de confraternidad hispana y de respeto por las identidades culturales).
El Presidente de Lar Gallego me había pedido un discurso especial para dar la bienvenida, en su nombre y en el de todos los gallegos residentes, al jefe del gobierno autonómico. Se lo preparé, tal como lo hacía para cada 17 de mayo y 25 de julio, sólo que esta vez quise acentuar –concordando con las políticas de la Xunta de Galicia al respecto–, la importancia de recuperar y de extender el conocimiento de la lengua gallega entre los emigrantes y sus descendientes, al mismo tiempo que articular cursos de historia y de literatura gallegas.
Al presidente le gustaba que yo le entregase los discursos con una semana de antelación, a lo menos, impresos en letra grande y a doble espacio, para ensayar repetidamente su lectura. Así lo hice.
El salón de Los Reyes estaba repleto. Hubo que retirar las sillas para hacer más espacio. El público se ubicó en un amplio círculo en torno al podio de los oradores. Primero, habló Salvador Calera, presidente del Estadio, breve, sobrio y preciso, evitando mencionar al detenido internacional o al juez implacable. Enseguida, el presidente del Lar comenzó a leer su discurso… Frente a mí, Fernando Amarelo de Castro escuchaba. El discursante se veía muy nervioso; leyó a trompicones, se saltó líneas, cambió palabras. A medida que avanzaba en la lectura, su nerviosismo parecía crecer y las hojas aleteaban en sus manos… Fernando Amarelo clavó sus ojos en mí, alzó varias veces sus pobladas cejas, moviendo la cabeza con gesto de velado reproche. El bueno del presidente descendió del podio, para dejar paso a Manuel Fraga, quien habló sin papeles, empleando con soltura algunas expresiones en gallego.
Concluidas las alocuciones, el círculo se deshizo y todos buscamos ubicación para disfrutar de un generoso cóctel. De pronto, sentí que alguien me cogía con fuerza del brazo izquierdo, impeliéndome a seguirle. Era Fernando Amarelo. Sin hablar, llegamos al baño de caballeros. Nos ubicamos frente a los urinarios, como un dúo tácito. Fernando habló, dirigiéndose a mi imagen en el espejo: –Nunca pensé que podías ser tan cabrón– me dijo… –Cómo se te ocurre hacerle un discurso así a mi amigo presidente… –Manda carallo, que todos se dieron cuenta que esas palabras no eran suyas… –Moure, coño, a mí también me imponen esa tarea de oratoria escrita, incluso para don Manuel, pero no se puede entregar un texto tan disociado del que lo va a pronunciar–…
–Es cierto– le respondí, pero nada más lejos de mi intención que confundir a nuestro gentil mandamás de Lar Gallego de Chile.
Guardamos resignados nuestros chismes de orinar y volvimos al salón. Algunos criollos españoles felicitaban con entusiasmo al presidente del Lar por su elocuente discurso; otros asediaban a Fraga por la indefensión de don Augusto…