Opinión

Cocina Gallega

Como es sabido, sin la papa, el pimiento y el tomate no entenderíamos la cocina, como diría Don Álvaro Cunqueiro, Cristiana de Occidente. Sin embargo, esos y otros alimentos de origen americano demoraron muchísimo en ser aceptados para alimento humano (no queda muy claro si en la península Ibérica los primeros que consumieron el tubérculo infernal que conocemos como papa o patata fueron los cerdos o los presos de la cárcel de Sevilla).

Como es sabido, sin la papa, el pimiento y el tomate no entenderíamos la cocina, como diría Don Álvaro Cunqueiro, Cristiana de Occidente. Sin embargo, esos y otros alimentos de origen americano demoraron muchísimo en ser aceptados para alimento humano (no queda muy claro si en la península Ibérica los primeros que consumieron el tubérculo infernal que conocemos como papa o patata fueron los cerdos o los presos de la cárcel de Sevilla). Pero vamos con el tomate. Según algunos investigadores, la salsa de tomate aparece por primera vez en un recetario publicado en 1747. Su autor, Juan de la Mata, era un repostero natural del Consejo de Sil de Arriba, en el reino de León. Y se titulaba ‘Arte de repostería en que se contiene todo género de dulces secos y en líquido, bizcochos, turrones, natas, bebidas heladas y de todos los géneros, rosolis, mistela (etc., etc.), con una buena introducción para conocer las frutas y servirlas crudas’. En el libro se describe así la elaboración de la salsa de tomate: “Después de asados tres o cuatro tomates, y limpios de su pellejito, se picarán encima de una mesa lo más menudo que se pueda, puestos en su salsera se les añadirá un poco de perejil, cebolla y ajo, asimismo picado con un poco de sal, pimienta, aceite y vinagre, que todo bien mezclado e incorporado se podrá servir.” ¡Es exactamente igual a la llamada “salsa criolla” que suele servirse en Argentina para acompañar carne asada! Recuerdo, de paso, que alguien me contó que los bifes a la criolla los inventa un inmigrante gallego un día que ve a los peones de una estancia en la pampa asar carne en un disco de arado, y decide añadir tomate, algunas legumbres y pochar unos huevos en la salsa para mitigar la morriña de los guisos de su tierra lejana. El libro de Juan de la Mata es en cierto sentido moderno para su época. Contemporáneo al leonés, Juan de Altamiras publica dos años antes el ‘Nuevo Arte de Cocina’, que domina todo el siglo XIX, y presenta una cocina basada en la antigua de Martínez Montiño, del siglo XVII. Es una cocina que todavía abusa del azúcar, la canela y el azafrán, el clavo y las yemas de huevo para ligar todo tipo de salsas. En comparación, la salsa de tomate de de la Mata es de vanguardia, aun en el uso de alimentos no del todo aceptados por el pueblo (recordemos que aun en su época había sacerdotes que lanzaban anatemas sobre todo lo que creciera debajo de la tierra como la papa). Sin embargo, es honesto reconocer que Juan de Altamiras ofrecía en su libro una receta con salsa de tomate (creo que para acompañar un abadejo), tal vez influenciado por el napolitano Antonio Latini que en su recetario de 1692 presenta una ‘salsa alla spagnola’.
Tengamos en cuenta que Nápoles pertenecía a la corona española, y que el tomate que conocieron primero los italianos fue la variedad amarilla (de allí el nombre aun utilizado de Pomodoro). Y hablando de paisanos que recorrieron las extensas praderas y desiertos, alguno se habrá sorprendido al observar las técnicas de los indios huarpes en la región de Cuyo para cazar aves acuáticas como patos. La misma consistía en arrojar calabazas a la laguna, las aves se posaban sobre ellas para picotearlas, pero los cazadores estaban sumergidos en el agua con la cabeza dentro del zapallo hueco, cuando sentían al pato encima lo cogian con rápido movimiento y lo ahogaban evitando que sus gritos alertaran a la bandada. Después los comían asados, o en cazuela o al barro, modo de cocción que se conserva en el interior de Argentina para elaborar el pollo al barro. Esto lo cuenta Margarita Elichondo en su libro ‘La Comida Criolla’. También, hablando de la Patagonia donde vivió y murió con valor Antonio ‘el gallego’ Soto, dice que contra lo que se supone en cuanto a que los conquistadores dieron el nombre de patagones a los habitantes de la zona por el tamaño de sus pies, la investigadora María Rosa Lida afirma en una tesis que todo pasaría por una suerte de ‘síndrome de Don Quijote’: la clave estaría en los libros de caballería a los que los españoles eran muy aficionados. Patagón era el nombre de un personaje de la novela Primallon, cuya corpulencia y desagradable aspecto habrían evocado los conquistadores en presencia de los nativos de la actual Patagonia. Tierras que conocieron el tesón de los colonos galeses (que crearon la torta galesa o negra desconocida en su país de origen), y vieron pasar a Darwin, que pudo ver cómo los aborígenes asaban con cuero los caballos, carne que apreciaban especialmente, y solía estar presente en ciertos rituales. Cuenta el sabio viajero que las viudas, en señal de duelo, debían abstenerse de comer carne equina durante un año a partir de la muerte de su marido. Lo curioso (aunque ejemplo de fusión cultural) del libro de Elichondo es encontrar en el índice de recetas nombres entrañables para nosotros, como tocinillos de cielo, alfeñiques, ropa vieja, rosquillas, arroz con leche, olla podrida, cochinillo al horno. Veamos entonces la formula de las rosquillas, según la autora populares en la región cuyana, cuna del Ejercito de los Andes que dirigido por San Martín venció a los españoles en Chile y Perú, y permitió la independencia de Argentina.


Ingredientes-Rosquillas: 2 huevos, 1 taza de azúcar, 1 taza de leche, ½ taza de harina, 100 gramos de manteca, 50gramos de grasa fina, 2 cucharaditas de polvo de hornear, sal, azúcar impalpable.


Preparación: Batir los huevos con el azúcar, la grasa, la manteca derretida y la leche. Cernir el polvo de hornear, con la harina y la sal. Mezclar todo hasta que resulte una masa blanda. Estirarla sobre la mesada hasta que quede de una pulgada de espesor. Cortar en tiras y formar las rosquillas. Freírlas en grasa bien caliente, escurrirlas y espolvorear abundante azúcar impalpable.