Opinión

Cocina Gallega

Al hablar de la cultura gastronómica, se suele dividir a las antiguas civilizaciones entre dos tipos: las del asado y las del cocido. Los gallegos, sin duda, somos el resultado de una civilización del cocido. Las leyendas celtas mencionan al caldero como un objeto sagrado, donde no “hervía la comida de un cobarde”.

Al hablar de la cultura gastronómica, se suele dividir a las antiguas civilizaciones entre dos tipos: las del asado y las del cocido. Los gallegos, sin duda, somos el resultado de una civilización del cocido. Las leyendas celtas mencionan al caldero como un objeto sagrado, donde no “hervía la comida de un cobarde”. También está comprobado que de los hornos comunales salían panes tan sabrosos que hasta Julio César, en su crónica de la conquista de las Galias, los alaba. Y antes de la llegada de las papas, y la posterior entronización de los omnipresentes “cachelos” en la mayoría de los platos de nuestra gastronomía, sin duda el alimento central de nuestros antepasados era la castaña, alimento fundamental en el mundo celta. En cuanto a nuestro gusto por pescados y mariscos, se dice, sin embargo, que los predecesores de nuestros pescadores le temían al mar al que llamaron, sin dudarlo, Tenebroso. El mismo mar, pero con el nombre más hospitalario de Atlántico, que fue luego ruta obligada de los emigrantes que se animaron, o fueron obligados por las circunstancias, a mudar sus afanes a tierras de promisión, países desconocidos, suelos ajenos donde sembrar su semilla.
En un principio fue el jabalí, aves, animales de tierra, la base de la dieta de aquellos rudos pobladores que se arrimaron al Fin de la Tierra para presenciar maravillados el diario suicidio del sol, y quedaron en ella hechizados para siempre. Luego nuestros antepasados se animaron con los salmones que regresaban al mar por los caudalosos ríos gallegos, después las truchas, y finalmente peces que, como los lenguados, se aventuraban cerca de las playas, medraban pegados a la arena; y ya con el sabor salado del agua marina instalado en el paladar, también mariscos de todo tipo llegaron a la mesa con sus colores misteriosos y sus formas extrañas. Cuando el hambre impuso sus férreas reglas y se dejaron de lado pruritos morales y estéticos, nécoras, centollos o bogavantes de inusitado tamaño fueron a parar al agua hirviente del pote junto a un bicho feo y viscoso como el pulpo, de vasta y negra fama entre los marineros de alta mar. Los romanos acercaron el aceite de oliva y el ajo, de América llegó el pimiento y la papa: nacía la gastronomía gallega con características bien definidas; una cocina sencilla que destaca el sabor de la materia prima, apenas sal o laurel, cocción de carnes y verduras en su punto justo, y el perfume incomparable de nuestra entrañable y sabia ajada.
Jean Makarle, en el libro ‘Cociña celta e o pote máxico’, acota que “El mundo de los marineros y pescadores es un mundo aparte. Separado de la sociedad por una doble barrera: el miedo respetuoso de la gente del interior hacia el mar y sus habitantes, y la ignorancia altiva de la que presumen los marineros en vista de la frialdad (¿o timidez?) de la gente rural”. Será en la mesa donde convergen con el tiempo estos dos mundos en apariencia antagónicos. Un ejemplo es el emblemático pulpo, que sienta reales de plato de alta cocina en el interior, en Lugo, en Ourense. Arrebatado al mar por los pescadores, salado o secado al sol, es llevado por los activos maragatos que lo mercan en las distintas ferias rurales en su viaje de ida y vuelta hacia el centro de la Península; de esta manera los productos provenientes de las rías son elaborados culinariamente en las zonas rurales para ser degustados en tiempos de vigilia o fiestas de guardar, en bodas o bautismos. Pronto, la fama de las pulpeiras de Carballiño o de Lugo trascendió las fronteras parroquiales, y el “pulpo a la feria” se proyectó como plato nacional, junto a la empanada y el lacón con grelos. Como la cocina está indisolublemente ligada a la cultura de cada pueblo, los emigrantes la llevaron en sus alforjas como una forma de transportar su terruño a la patria de acogida; y se esforzaron tanto en mantener sus costumbres a la hora de comer sus platos favoritos que pasaron por alto incluso condiciones climatológicas y geográficas adversas: un ejemplo es el menú invernal que presidió desde siempre las festividades navideñas en los tórridos veranos del hemisferio sur. El tradicional cocido pasó a ser “puchero criollo” con el incremento de carne vacuna y el aporte del choclo, base de la alimentación de los pueblos americanos originarios. Y el asado fue adaptado con entusiasmo por los emigrantes, logrando unir con armonía las dos grandes civilizaciones, la de los asados y la de los cocidos en la dieta de sus hijos.


Ingredientes-Merluza en cazuela: 6 rodajas de merluza / 2 cebollas / 2 dientes de ajo / 3 tomates maduros / 1/2 litro de vino blanco / sal / perejil / aceite / pimienta blanca / pimentón picante / 1/2 Kg. de papas / 100 grs. de jamón / 200 grs. de arvejas / 100 grs. de espárragos.


Preparación: En una cazuela rehogar en un poco de aceite la cebolla picada; cuando esté tierna añadir el perejil picado, los ajos, el tomate sin semillas, pelado, y cortado en cubitos. Dar unas vueltas para sofreír el tomate, y agregar el vino, la pimienta, y una pizca de pimentón picante. Pelar, y cortar las papas en rodajas y darles una cocción de 10 minutos. Echar las papas en el fondo de la cazuela, encima ubicar la merluza pasada unos minutos por la sartén. Cubrir con el rustrido y llagar al horno 30 minutos. Servir adornado con el jamón en tiras, las arvejas cocidas y las puntas de espárrago.