Opinión

Cine y déspotas

La ceremonia de la entrega de las estatuillas de los Oscar es una monserga. El cine, en muchos aspectos, aún salvando media docena de filmes, es un arte menor. Coincido sin mesura con Gore Vidal cuando decía –y sabía sobre esa industria todo y mucho más– que para hacer una película, en primer lugar sobraban los directores y sus colaboradores. “Las cintas las inventan los productores y, en segundo lugar, algunos pocos guionistas”.
La ceremonia de la entrega de las estatuillas de los Oscar es una monserga. El cine, en muchos aspectos, aún salvando media docena de filmes, es un arte menor.
Coincido sin mesura con Gore Vidal cuando decía –y sabía sobre esa industria todo y mucho más– que para hacer una película, en primer lugar sobraban los directores y sus colaboradores. “Las cintas las inventan los productores y, en segundo lugar, algunos pocos guionistas”.
Pocas veces he sentido pasión hacía el cine. Suelo acudir una o dos veces al año a una proyección, y siempre si la obra brinda ramalazos de ternura, o enaltece causas que nos hacen algo más humanos, es decir, mínima esencia en unos tiempos de violencia desatada y espectáculos con más técnica que arte.
Sería ilusorio no admitir que alguna película nos ha dejado recuerdos imborrables. Podría nombrar una docena, o acaso alguna más. Entre ellas ‘Casablanca’, ‘¡Qué verde era mi valle!’, ‘De aquí a la eternidad’, ‘El doctor Zhivago’, ‘La vida es bella’ y ‘Esplendor en la hierba’.
A ‘Casablanca’, a pesar de los años transcurridos desde la primera vez, siempre la vuelvo a contemplar con la misma ilusión temblorosa.
Un día fui al encuentro de esa ardiente pasión cinematográfica, pero en la ciudad marroquí del mismo nombre lo único que hallé fue la niebla y el bullicio del zoco moruno.
El ‘night club’ no existía, ni en ninguna parte estaba Rick aún viéndolo con los ojos cerrados en cada bar inclinado sobre el mostrador en la alta madrugada; traje blanco, pajarita negra, la mano izquierda agarrando un vaso, el cenicero repleto, mientras la vista iba al encuentro de una lejana querencia furtiva.
Salimos de la posguerra intentando dejarnos el bigotillo y así parecernos a Clark Gable. Habíamos visto sacudida la vida y lo poco que teníamos se lo había llevado el vendaval de la crueldad. El hambre no. Nos quedaba el cine. Después ni eso.
Desde esa época aborrecí las salas negras, y así nos alistamos a los libros con el deseo de protegernos ante el mismo cinematógrafo. Años más tarde, en Oviedo, Paul Auster, Premio Príncipe de Asturias de las Letras, nos lanzó una puntilla al espinazo del espíritu: “Un libro jamás impide que una bala mate con saña. Los tiranos, todo déspota, dice amar la literatura y el arte, pero un libro solamente abre el sueño y la esperanza, es decir, la evocación de la vida”.
Es significativo que autócratas al nivel de Adolf Hitler, Benito Mussolini, Francisco Franco, Mao Zedong, Kim II Sung y su hijo Kim Jong –aludiendo a los más cercanos en la aprensión y el terror– sintieran efusión enfermiza hacia el cine, y que concibieran tal maquinaria de propaganda como el arsenal más poderoso en su horripilante andadura dictatorial.