Opinión

Chopos y capiteles

“Camino de mi pueblo, ya no va nadie, sino polvo y arena que lleva el aire”. Canta el gañan en medio de la plaza cuando en la mañana, desabrida y lánguida, el caminante llega al solar de mis mayores, al terruño de las remembranzas casi disipadas cuajadas de lluvia.
“Camino de mi pueblo, ya no va nadie, sino polvo y arena que lleva el aire”. Canta el gañan en medio de la plaza cuando en la mañana, desabrida y lánguida, el caminante llega al solar de mis mayores, al terruño de las remembranzas casi disipadas cuajadas de lluvia.
Sobre empinadas crestas y flameados paisajes, se alzan, aquí y allá, los Paradores, farallón de edificios emblemáticos, lugar de aposento donde el andariego ha encontrado el sabor de la vieja fonda de pan y vino, cecina y lechón, caldos de la tierra acompañado de requesón y jamón de bellota curado en la comarca.
He venido a descansar al cobijo de esos aposentos de paredes hidalgas marcadas de historia y rezumo de vieja poesía castiza.
Un Parador es algo menos que un hotel y más que una fonda, al ser su propia concepción la hospitalidad desprendida y el buen yantar acrecentado con las comodidades más amplias para la distensión.
En esas nobles edificaciones de cruda piedra, uno va penetrando en la esencia de una raza que sustenta en sus atributos celtas, romanos, árabes y judíos, una envoltura que ha sabido mantenerse intacta por encima del tiempo insalvable.
Tregua y descanso en ciudad de Ávila, antes de seguir el camino de los vericuetos de Castilla. Murallas recias encumbradas, palacios góticos y renacentistas, almenas y atalayas. La urbe toda ella es un blasón milenario y perenne.
Pasar una noche aquietada y diáfana en el Parador de Segovia con una vista sorprendente sobre la ciudadela, es recordar las palabras del Marqués de Lozoya: “Con las afiladas saetas de los chopos, vestidos de un oro pálido, se conciertan los chapiteles del Alcázar, los haces de pináculos de la catedral, los finos campanarios esculpidos de las iglesias, las torres de los palacios…”.
Comer, gustar y dormir bien, es la esencia del descanso de todo viajero, y en los Paradores españoles se ha convertido un sacrosanto deber. Obligación estricta y sugestiva que el espíritu y el cuerpo   agradecen en demasía.
Indivisible placer.
El olor de los caldos exhibidos por los sumilleres a lo largo de la geografía hispana en restaurantes, fondas, chigres, colmaos, tascas, plazas públicas y tablaos, merecen pleitesía.
Al final del pausado peregrinaje suele quedar un hondo encanto, y cierto vaho nostálgico sobre la comisura del aliento.
Lo señaló bien Benjamín Disraeli, trotamundos empedernido: “Como todos los grandes viajeros, yo he visto más cosas que las que recuerdo, y recuerdo más cosas de las que he visto.”
Es cierto o por lo menos a nuestra edad: Se perpetúa la nostalgia del tiempo ido saboreando los alborozados sortilegios mundanos.