Opinión

Chaitén, hálito del diablo

Para Paco PitaChaitén es una pequeña localidad situada frente a la Isla Grande de Chiloé (Nueva Galicia austral), en lo que llamamos Chiloé Continental, mil trescientos kilómetros al sur de Santiago de Chile.
Chaitén, hálito del diablo
Para Paco Pita

Chaitén es una pequeña localidad situada frente a la Isla Grande de Chiloé (Nueva Galicia austral), en lo que llamamos Chiloé Continental, mil trescientos kilómetros al sur de Santiago de Chile. La villa de cuatro mil habitantes se asienta en la estrecha franja que separa el mar de la abrupta cordillera de Los Andes, zona boscosa, de verdor perenne, merced a las incesantes lluvias que caen durante once meses del año. En 1940 comenzó la colonización de aquellas tierras australes que tienen acceso único por vía marítima desde Chile; a la Argentina se llega por intrincados y pedregosos caminos... Frontera disputada con el país vecino, movilizó a varios gobiernos a concentrar allí a reducidas poblaciones de colonos, que fueron medrando desde los años 60’, para constituir asentamientos incipientes, dotados de mínimas condiciones urbanas, como el propio Chaitén, y el villorrio de Futaleufú, hoy evacuados, pueblos fantasmales ahogados por la ceniza volcánica de una colosal erupción, cuyos residuos contaminantes están llegando al sur de la provincia de Buenos Aires…
Chaitén significa, según su toponimia huilliche (mapuches del sur), “canasta de agua”, pero hoy podríamos rebautizarla como “hálito del diablo”, de acuerdo a expresiones espontáneas de sus habitantes campesinos, víctimas de ese fuego que la Tierra expele, cíclicamente, quizá para aliviar la carga de su infierno matriz, allí donde se unen leyendas y escatologías religiosas que esgrimen la ignición como castigo eterno por los pecados de los hombres… Con propósito científico –si cabe en este gallego-mapuche supersticioso que soy– diré que desde Puerto Montt hasta Punta Arenas, en un espacio de casi dos mil kilómetros, se extiende un territorio jalonado por volcanes diseminados sobre una de las fallas geológicas más importantes del extremo sur de América, que provoca, cada cierto tiempo, grandes sismos acompañados de erupciones gigantescas.
Si observamos el mapa de Chile, apreciaremos que Puerto Montt es la última ciudad propiamente continental, porque a partir de Chiloé, el vértice sur se desmembra en infinidad de islas, archipiélagos, istmos y fiordos que llegan hasta el Cabo de Hornos, finisterre y abismo de osados navegantes… El imaginario popular chilote recoge, como mito fundacional de su Archipiélago Mágico, la lucha ancestral de dos serpientes colosales, Tentén-Vilú y Caicai-Vilú, que se habrían enfrentado, millones de años ha, para destruirse en pavoroso cataclismo. Para fortuna de los chilotes, el triunfo correspondió a la primera de las sierpes, que encarna y representa a la Madre Tierra; la segunda, Caicai-Vilú, simboliza la fuerza arrolladora del Mar que quiere inundar y someter a la Tierra… Pero la cobra marina duerme y espera su oportunidad para atacar de nuevo a la desprevenida Pachamama… Rof Carballo nos enseñó que los mitos constituyen explicaciones simbólicas y metafóricas que los pueblos primitivos se dan para entender, de un modo poético y figurativo, fenómenos que escapan a su entendimiento racional. La narración aludida no es más que el trasunto de la memoria del inconsciente colectivo, que recogió las visiones apocalípticas del cataclismo que diera lugar a la formación del archipiélago chilote, en la noche de los tiempos.
Las autoridades del gobierno de Chile procedieron impecablemente en la rápida evacuación de cinco mil pobladores y campesinos lugareños, que debieron abandonar sus hogares, enseres y animales, bajo la amenaza de una catástrofe aún mayor, cuando la boca diabólica del Chaitén comience a arrojar ríos de lava sobre aquellas comarcas otrora feraces. Muchos de sus habitantes se negaban al éxodo, apegados a su terruño y esas querencias construidas durante más de medio siglo. Querían despertar de aquella atroz pesadilla, porque, según su memoria existencial, el volcán Chaitén era un cíclope dormido bajo el peso de las nieves eternas. Quizá un aviso de alerta fuese el maremoto ocurrido en Aysén, doscientos kilómetros más al sur, ocurrido hace poco más de un año, en una pequeña localidad salmonera que hubo de ser también evacuada.
Si revisamos la historia de esta larga patria, desde el año de su fundación, en 1541, se han sucedido grandes catástrofes sísmicas que culminaron en el mayor terremoto registrado hasta ahora por los científicos, el de mayo de 1960, en Valdivia, que adquirió caracteres de cataclismo. El chileno vive, pues, parado sobre suelo movedizo, con la inminencia constante de un grave descalabro… Muy bien lo narraron Eduardo Blanco Amor y Ramón Suárez Picallo en sus agudas y entretenidas crónicas de ‘Chile a la Vista’ y ‘La Feria del Mundo’. Quizá este sentimiento de la precariedad ante las incontrolables fuerzas de la naturaleza marque nuestro carácter taciturno, apocado, de una timidez que suele despertar como los volcanes, a menudo con la incitación alcohólica o con la rabia incontenible de un contratiempo. Entonces, el chileno alza la voz y se torna sujeto de peligrosa agresividad. Algunos atribuyen estos rasgos a la sangre mapuche, pueblo tozudo, valiente y guerrero cuyas huestes no fueron vencidas militarmente por el conquistador hispano… ¡Quién sabe!
Podríamos lucubrar mucho sobre el asunto, desde la sismología, pasando por la antropología y la historia, o quizá apelando a la moderna genética, pero nadie es capaz de explicar, ni menos de predecir, cuándo se abrirán estas bocas del averno terrestre para lanzarnos su carga ígnea y devastadora. Tenemos sí, algunos paliativos tradicionales: rezar el santo rosario, encomendarnos a San Miguel, protector de víctimas telúricas, o libar los mejores vinos del mundo que se dan gloriosos en estos valles enjutos, quizá porque los sobresaltos de Gea mantienen vivo el genio de las cepas viníferas y alerta el corazón de los poetas enamorados…