Opinión

Casas de ricos

El mayor éxito de un sistema esclavista se produce cuando los esclavos dejan de ofrecer resistencia (o, peor, dejan de tener rencor), liberan al amo de toda culpa y le admiran, aspirando a ser un día como él. Ese es el mecanismo que persiguen los grandes amos del mundo en las llamadas democracias.
El mayor éxito de un sistema esclavista se produce cuando los esclavos dejan de ofrecer resistencia (o, peor, dejan de tener rencor), liberan al amo de toda culpa y le admiran, aspirando a ser un día como él. Ese es el mecanismo que persiguen los grandes amos del mundo en las llamadas democracias. España está ante el mayor retroceso en derechos y en redistribución fiscal de las últimas décadas y, de modo coincidente, casi todas las cadenas de televisión emiten programas sobre las casas y los vicios de personajes multimillonarios, tipos que derrochan tanta vanidad ante la cámara como en sus mansiones. Los más necios tienen el descaro de presentarnos en pantalla a sus fieles limpiadoras con la cofia en ristre. No son industriales al uso de los que generan algún tipo de empleo sino que suelen ser inversionistas y especuladores, que se han hecho millonarios de golpe, al amparo del modelo económico del pelotazo, un modelo que ha convencido a la gente de que el beneficio se crea del aire, sin haberle quitado algo a alguien. Parece que cuanto más pobre es el hogar televidente, más audiencia que no ofrece resistencia. A mí este fenómeno de convivencia pacífica entre realidades cada vez más extremas –que hace unos años sí provocaría indignación por hacer tan evidente el agravio– me merece un análisis más profundo que las propias acampadas contra este sistema fraudulento, precisamente porque está pasando desapercibido para los analistas. Y me ayuda a entender un poco más el complejo de súbdito de muchos de mis conciudadanos.