Opinión

Carlos Penelas en Chile

Estuvo con nosotros Carlos Penelas, acompañado de su esposa, Rocío Danussi. Vino con motivo de la Feria Internacional del Libro de Santiago, dedicada este año a las Letras Argentinas, para presentar su libro –selección de crónicas y artículos- “Fotomontajes”, Editorial Dunken, 2009. Le recibimos como amigo, como destacado poeta y fino cronista.
Carlos Penelas en Chile
Estuvo con nosotros Carlos Penelas, acompañado de su esposa, Rocío Danussi. Vino con motivo de la Feria Internacional del Libro de Santiago, dedicada este año a las Letras Argentinas, para presentar su libro –selección de crónicas y artículos- “Fotomontajes”, Editorial Dunken, 2009. Le recibimos como amigo, como destacado poeta y fino cronista. Hacía siete años que no venía por estas tierras y fue gratísimo acoger a ambos viajeros trasandinos, charlar y compartir esos momentos felices de los que se gratifican escritores y otras gentes de las artes, cada vez más íntimos, porque la farándula y el bullicio masivo pertenecen, monopolio confuso y abigarrado, a la muchedumbre globalizada.
La Feria del Libro es aquí una convocatoria comercial que pone el acento en promover los productos de las grandes editoriales y de los principales libreros. Los escritores cuentan muy poco o nada, salvo si algún autor pertenece a la rara elite de los superventas, y puede ser usado, en consecuencia, como buen anzuelo para el negocio…  Si la Biblioteca es un templo, estos señores del libro-mercancía serían sus mercaderes y cambistas, aventando el espíritu creador, sobre todo si es díscolo, a fuerza de agitar sus insaciables faltriqueras… -Esto también ocurre en Buenos Aires- dice Carlos, con su humor reposado y alerta, porque nosotros pertenecemos a la “inmensa minoría” –o a la “poesía secreta”- como me gusta decir a mí.
Pero la palabra nos pertenece, querido poeta, y aun no nos la pueden enajenar, aunque ¿quién sabe? Podemos amanecer un día con un medidor adosado a la glotis, para calibrar las que empleamos, las pausas del silencio, los adjetivos, sustantivos, verbos y adverbios que utilicemos. Nos llegaría una cuenta mensual, como la del teléfono, gas, agua, luz, con multas por incurrir en hipérboles, aliteraciones o pleonasmos; por abusar de la metáfora o la paráfrasis; por caer en plagios –voluntarios o no-; por emplear palabrotas o imágenes soeces, siendo reos de la peor coprolalia.
Por ahora hablamos, Penelas y yo, y vamos encadenando nuestras ideas en el telar de la escritura-memoria, sin otra intención que la de sentirnos vivos y gozar de esa plenitud verbal que se nos escatima en la metrópoli de los torpes y zafios, que nos ha tocado habitar, sea tras la cordillera o más allá de ella, pues la vulgaridad es tan universal como la tontería… Atravesamos la Alameda de Las Delicias –como alguna vez se llamó a esta rúa principal de Santiago del Nuevo Extremo- y, pese a ser viernes por la tarde, la ancha avenida se ve desierta de vehículos. Carlos me dice que siempre ocurre cuando él llega a un lugar citadino: se detiene el tránsito de pura conmoción… Reímos de buena gana…     Yo recuerdo que, en 1928, con ocasión de la visita de José Ortega y Gasset –según cuentan las crónicas de la época- hubo que suspender el paso de la locomoción pública en plena Alameda, frente a la casa central de la Universidad de Chile, donde el ilustre filósofo iba a pronunciar una conferencia magistral, a las once de la mañana. Tres mil personas se agolparon en el frontis, pugnando por ingresar al aula Mater.  Santiago no llegaba entonces al millón de habitantes. Hoy, con sus seis millones de neuróticas hormigas bípedas sólo se agitaría así con algún cantante popular o  futbolista goleador.
Los tiempos cambian, querido Carlos, y nuestro oficio reduce sus alcances, aunque ahora se nos ha abierto la gran ventana de Internet y sus múltiples espejos. Cierto es que no sabemos quién nos lee o quién nos leerá, pero ya es algo…
Hablamos de la fruición, estética e intelectiva, por el lenguaje, este medio y materia misterioso y cautivador, que nos convoca en el doble juego del apremio y la esperanza –el don y el látigo, que decía Truman Capote-, a cuya fascinación estamos dulcemente encadenados. Aunque su servidumbre se torne a menudo angustiosa, no podemos abandonarla sino a riesgo de transformarnos en aquella “ardua ceniza del olvido”. Nuestra arma es la memoria y nuestro campo de batalla, la hoja en blanco, esa amorosa y exigente doncella que espera la caricia de la pluma (o del cibernético teclado)… Sí, amigo, la facilidad de escribir es una quimera: lo que de verdad existe es la dificultad de expresar nuestro arte, cada vez más aguda, porque a medida que avanzamos en urdir nuestro propio telar, el tejido se torna más y más exigente. Esto es parte del juego y de la extraña vocación a la que nos entregamos un día, a tientas, pero impelidos por ese fuego que nos abandonará sólo el día postrero. Y quién sabe, a lo mejor, tras el último umbral, nos volveremos palabras, parafraseando a Quevedo: “polvo soy, mas polvo enamorado”. Vocablos resonando en el éter, polvo de sílabas junto a la materia en constante ebullición.
¿Qué mejor energía, Carlos, para este caótico universo, que la palabra poética viajando a la velocidad de la luz?