Opinión

La barcaza de Caronte

Perennemente he pensado que el suicidio es un sentimiento trágico del alma. Don Miguel de Unamuno, cristiano recio, terco y heterodoxo, jamás lo hubiera aprobado por la simple razón de mantener vivo el espíritu y la lucha de Don Quijote, es decir, la locura de la existencia.De ‘Memorias de Adriano’ sustraigo el recuerdo de Marguerite Yourcenar, para entender un texto cuya razón es la mortaja de la que siempre solemos estar revestidos.
Perennemente he pensado que el suicidio es un sentimiento trágico del alma. Don Miguel de Unamuno, cristiano recio, terco y heterodoxo, jamás lo hubiera aprobado por la simple razón de mantener vivo el espíritu y la lucha de Don Quijote, es decir, la locura de la existencia.
De ‘Memorias de Adriano’ sustraigo el recuerdo de Marguerite Yourcenar, para entender un texto cuya razón es la mortaja de la que siempre solemos estar revestidos.
El primer párrafo de la autora ubicado en la conciencia de emperador, es una frase desangelada garrapateada en un cuaderno escolar de rayas en 1934: “Empiezo a percibir el perfil de la muerte”.
El andaluz de Bética está solo y mira los astros. Recuerda a Catón el viejo, el hombre de la guerra de Cartago y cuya sabiduría le hizo comprender los designios necrománticos de los arcanos del nirvana y saber que nadie es un destino, sino un fin perecedero.
Aquí Yourcenar, igual a Feuerbach, comprendió que el mundo se construye de espacio y tiempo, pero Adriano llegó a más: vislumbró, cuando salió de consultar a su médico Hermógenes, que uno solamente se desvanece de su propia muerte.
Años después, Heidegger, el hombre adherido al Nacional Socialismo de Hitler, anunciando el fin de la filosofía y el humanismo con el galimatías de que “todo ser es el ser. Y el ser es el ser”, nos dejó abandonados a otros miedos para estrellarnos sin remedio a esa abatida trayectoria existencial humana: el Holocausto.
Con ese aspaviento y soledad, releo los ya olvidados poemas de Ramón Sampedro, en cuya vida está basada la película ‘Mar adentro’.
Con poco más de 20 años, el 23 de agosto de 1968 cayó en el agua de una playa de esa Galicia cuya espuma siempre se convierte en “follas novas” al ser permanentemente campesina, rural o marinera.
Una roca le rompió una vértebra, la cervical. Él y la vida se quedaron como una barca varada. Fueron 30 años “soñando con la libertad a través de la muerte”.
Durante esa perennidad, pidió, exigió, clamó una expiración digna, pero ningún tribunal de los llamados de Derechos Humanos escuchó el sonido ni el aire de su albedrío, hasta que una mano amiga, viento de sementera para el alma, lo ayudó a cruzar la barcaza de Caronte.
Ramón Sampedro nos enseñó el camino del Aqueronte. Como él, uno, cuando el alba se vuelva envoltura quejumbrosa, arrancará conchas de la playa y se sumergirá en la cuna del agua hasta perderse en esa balsa serena, lugar en que la existencia del más allá tornasolado se vuelve poesía, trigo o intemperie de soledades sin fin