Opinión

El árbol herido

El poeta de la Castilla Vieja, Antonio Machado, nos habló del árbol fracturado sobre lo alto del roquedal, hendido a golpe de rayo y mitad podrido… “que con las lluvias de abril y el sol de mayo, algunas hojas mustias le han salido”.
El poeta de la Castilla Vieja, Antonio Machado, nos habló del árbol fracturado sobre lo alto del roquedal, hendido a golpe de rayo y mitad podrido… “que con las lluvias de abril y el sol de mayo, algunas hojas mustias le han salido”.
Las estrofas fueron manuscritas en Soria, latifundio adentro, ciudadela de chopos espigados, a orilla del río Duero, ribera en la que el poeta vivió momentos agridulces en un melancólico instituto de enseñanza media dando lecciones de francés. El malherido era un olmo eremita arrimado a la tapia cercana a la tumba en que reposan los restos de su joven esposa, Leonor Izquierdo, muerta a los 18 años.
El poeta se pasaba tardes y noches siseando sus entristecidas cuitas. Se hallaba desolado. En la bifurcación de ese yermo interior, creó una obra literaria universal, a la par que padecía la profunda amargura de la soledad, al desgarrarse un amor fresco y lozano.
El peregrino, una vez haya recorrido el Camino de San Saturio y sentido las negras sombras de los templarios perdidos en el cercano ‘Monte de las Ánimas’, acude a las rejas del cementerio soriano, seguirá viendo, aún añejo y retorcido, el tronco resquebrajado y abatido del olmo convertido en poema perenne.
Un día lejano en el transcurrir del tiempo, bajo aquel muñón de corteza, enterré, envuelto en papel de estraza, un canto al árbol que meses antes, me había entregado un indio que lo había conservado mucho tiempo antes de ver caer las primeras granizadas de su juventud distante.
El mensaje, convertido en elegía, es recuerdo ofrecido a la madre Naturaleza en una cuartilla sobada muchos inviernos antes de que se fueran los búfalos mermados por la pólvora del hombre depredador, y los antepasados encerrados en reservas tras los pasos del ganado realengo.
Las estrofas, las depositamos en las manos y el corazón del lector: “La hoja verde, la playa arenosa, la niebla en el bosque, el amanecer entre los árboles... son sacrosantas memorias de mi raza. Los muertos del hombre blanco olvidan su tierra cuando comienzan el viaje a través de las estrellas. Nuestros muertos en cambio, nunca se alejan de la heredad amada, que es la madre. Somos una parte de ella y la flor perfumada, el ciervo, el caballo y el águila majestuosa son nuestros hermanos”.
Quien posea un corazón latiendo al ritmo de toda esperanza, guarde en sus oquedades tan digna balada consagrada a la madre-naturaleza.