Opinión

Alfonsín

Todos aquellos lectores que siguen mis columnas saben cuál es mi pensamiento y mi sentir sobre el Estado, de todos los estados y de todos los gobiernos. Pero necesitamos recorrer el suburbio, el desguace de una sociedad envilecida, los momentos de ‘tragarse el sapo’ entre bombos y ejercicios espirituales. El Viejo Vizcacha dejó su impronta al entrelazar lo más mezquino y bajo de un pueblo junto a la picaresca de padrinos y entenados.
Todos aquellos lectores que siguen mis columnas saben cuál es mi pensamiento y mi sentir sobre el Estado, de todos los estados y de todos los gobiernos. Pero necesitamos recorrer el suburbio, el desguace de una sociedad envilecida, los momentos de ‘tragarse el sapo’ entre bombos y ejercicios espirituales. El Viejo Vizcacha dejó su impronta al entrelazar lo más mezquino y bajo de un pueblo junto a la picaresca de padrinos y entenados. Si no advertimos matices diferenciados nos equivocamos en la mirada.
En un páramo urgido por lo despótico, el clientelismo político con tradiciones mazorqueras y exilios, donde la corrupción, la hipocresía, el populismo, el descaro o las bandas macartistas formaron bolsones de impunidad, donde lo peor de las tendencias retrógradas –llámese genealogías oscurantistas, ideologías fascistas o nazis (cuántos de estos seres deleznables ingresaron al país al finalizar la II Guerra Mundial con pasaportes oficiales)– en un territorio, repito, donde todas las instituciones fueron y son mancilladas sin asco, con total desparpajo, donde el sindicalismo es símbolo de patota, irracionalidad, soborno y negociado, es aquí cuando la figura de Alfonsín enaltece a miles y miles de ciudadanos.
Algunos, ahora que falleció, comienzan a reconocerlo. Nunca es tarde. Otros buscarán con una politiquería de pactos y de gallos subirse al coche fúnebre. También lo sabemos. Pocas son las cosas que necesitamos recordar. Fue el primer presidente democrático luego de una dictadura terrible; recuperó como pudo las instituciones. En una sociedad que apuesta a la fachada y al oprobio supo hablar de educación, de salud, de desigualdad. Desconoció la demagogia y públicamente confesó equivocaciones y defectos. Ordenó juzgar a las Juntas Militares, creó la Conadep presidida por Ernesto Sábato. Se transformó en un ejemplo de decencia en lo personal y, algo poco frecuente, en honestidad intelectual.
Fue claro, sencillo; sin arrogancia. Hasta los últimos días, por más de treinta años, vivió en la misma casa. Recordemos que su padre, de Lalín, tenía un negocio de ramos generales en Chascomús, donde había nacido don Raúl. Pasado claro, entonces, gente de a pie. Un orador como pocos, con un lenguaje sin mutilaciones. Tenía el perfil del gallego empecinado. Reiteraba, como un viejo maestro, la Constitución, recitando su preámbulo en todos sus discursos. La izquierda y la derecha, sin piedad, lo criticaron sin entender un contexto. Habló permanentemente de Latinoamérica, de crear un mercado para la región. Recuperó un vocabulario,  encuentros, debates; instaló la libertad en los medios. Por supuesto que cometió errores. Y serios. Pero analicemos el escenario: el delirio de las patologías, el ansia de poder, la parodia de los proyectos liberales-burgueses. A ningún gobierno del mundo le hicieron catorce paros generales, a él sí. Quiso modificar de entrada el sistema corporativo y mafioso de los sindicatos, no pudo. Le generaron hiperinflación y le organizaron saqueos. Tuvo una sucesión de levantamientos militares. También pulseó con la Iglesia cuando habló de la ley del divorcio. Fue acicateado permanentemente por sectores vinculados a la patria financiera y a la patria metalúrgica. A esa violencia jamás contestó con ira, con irritación, con desmesura. Sin duda, compañeros, no intentó hacer la revolución socialista. Los que pensaron eso no leyeron Filosofía de la miseria.
Fue un emblema, en esos años, para políticos y pueblos de Chile, Uruguay, Brasil, México, Bolivia. Reconocido en Europa, fundamentalmente en España, como uno de los estadistas importantes de Hispanoamérica. Hoy hay velas, rezos y llantos en la calle. Hoy palabras laudatorias. Una ciudadanía parece comprender un símbolo que intentó crear una sociedad diferente. Se oía a menudo: “demasiado presidente para este país”.
Gracias a la generosidad y amistad del Dr. René Favaloro pude conocerlo; almorcé con ellos en dos ocasiones. Era, en lo más íntimo, gallego por los cuatro costados. De los gallegos buenos, nobles, enteros. Fue, reitero, un hombre honesto en medio de un lupanar, en medio del grotesco criollo.