Opinión

Agua blanda

En el antediluviano tocadiscos empotrado en el rincón más oscuro de la casa en la vereda, Carlos Montero, un pibe de honduras milongueras, malecones empotrados, canta mientras recojo sus palabras envueltas en flor de azahar.“Era más blanda que agua, / que el agua blanda, era más fresca que el río, naranjo en flor... / Y en esa calle de estío, / calle perdida, / dejó un pedazo de vida / y se marchó”.

En el antediluviano tocadiscos empotrado en el rincón más oscuro de la casa en la vereda, Carlos Montero, un pibe de honduras milongueras, malecones empotrados, canta mientras recojo sus palabras envueltas en flor de azahar.
“Era más blanda que agua, / que el agua blanda, era más fresca que el río, naranjo en flor... / Y en esa calle de estío, / calle perdida, / dejó un pedazo de vida / y se marchó”.
Lo hemos sabido siempre: El tacto es el recuerdo más antiguo que tiene el hombre.
Fue una certeza asombrosa: aquella la niña raquítica, de mirada perdida, siempre ausente, flaca y endeble que iba por los rincones de la casa más sigilosa que el propio silencio, se había hecho mujer y salía al encuentro de la vida con toda la fuerza telúrica de un clavel reventón o un viento de secano antes de la sementera.
Comenzabas a ser mujer y eso crea picazones en el cuerpo y en algunos pliegues del ánimo. Cuando te miraba, los ojos eran de cobre, y sentía un calor en el pecho envuelto en sudor pegadizo. Quemabas, eras llama de un azul intenso, zarza sin consumir, esperanza suelta, raudal y mía.
Lechuzas borrachas de aceite santo de candil espiaban nuestras querencias, pero eran tiempos de desnudez completa. Nada nos importaba, ni el viento cruel ni la envidia, pues tú estabas en la edad en que todo corazón necesita beber cariño en cada rincón del camino.
Estas letras desprendidas comencé a hilvanarlas esta madrugada y, sin darme cuenta, me he ido perdiendo por extraños vericuetos donde un pasado no tan lejano parecía tocarlo con las manos.
Parece haber días, –y éste debe ser uno de ellos– que es difícil expresar lo que se siente.
Contemplo el blanco papel sobre la mesa, levanto la mirada y allí, en formol, están las dos tortugas que se han muerto de la propia muerte, es decir, de olvido. Cuando eran pequeñitas como una hoja de laurel iban de un lado a otro de la casa en un interminable juego.
La historia es conocida, pues forma parte de mi propia existencia como ser hecho de barro y pequeñas sensaciones ayudando a vivir. Una tarde desaparecieron. Pasaron días, semanas acaso, hasta que una noche, moviendo una mata, aparecieron, secas, frías, momias. Desde entonces están sobre la mesa donde te escribo, dentro de un frasco.
Al ser hombre de requiebros acumulados habiendo bebido rocío agrario, tal vez la causa de esta locura que parece querer atraparlo a uno para hacer un ovillo, pero es ahí, donde debemos hacer uso de nuestra fuerza interior al darnos cuenta cuando en realidad son solamente nuestros propios demonios asustándonos.