tribuna abierta de Iñigo L. Lanchares

El impuesto sobre el patrimonio, confiscatorio e inoportuno

El artículo 31 de nuestra Carta Magna, dentro de la sección ‘De los Derechos y Deberes de los ciudadanos’ (solo se habla de ‘Deberes’ a secas, no de ‘Deberes fundamentales’, como por el contrario sí los serían los Derechos de la sección que le antecede), establece claramente el deber de todos los españoles de contribuir con impuestos, y fija muy claramente los parámetros y alcance de tal obligación.
El impuesto sobre el patrimonio, confiscatorio e inoportuno
Iñigo L. Lanchares
Iñigo L. Lanchares.

Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio.

De la lectura del último inciso de dicho precepto constitucional, se colige, que el sistema impositivo que desarrollen las leyes secundarias, en ningún caso, deben establecer un sistema que pudiera ser confiscatorio para el contribuyente.

¿Cuándo un impuesto puede ser confiscatorio? Conceptualmente los impuestos graban las rentas, es decir, el flujo económico que se produce por la diferencia de dos patrimonios, en dos momentos distintos en el tiempo (comúnmente del 1 de enero al 31 diciembre de cada ejercicio fiscal). Sobre ese flujo económico, que llamamos vulgarmente ganancia, beneficio o utilidad (incremento neto entre esos dos patrimonios, considerando a este patrimonio como una cuenta stock, frente a la ganancia como una cuenta flujo), se aplica un tipo impositivo, hallándose la cuota del tesoro o cuota tributaria. Solo habrá ganancia (base imponible) si, efectivamente, la comparación de los dos patrimonios tomados, arroja un incremento positivo.

Dicho esto, cualquier impuesto que grave la mera titularidad de patrimonio, no las ganancias obtenidas, puede resultar confiscatorios, y, por ende, ser inconstitucional.

Pongamos un ejemplo para entenderlo. Imaginemos un sujeto económico, que fuera propietario de inmensos fundos rústicos baldíos, solares urbanos no edificados, obras de arte pictóricas, o numismáticas, y otros activos, que, en un momento dado, fueran casi improductivos, es decir, no generaran frutos civiles, ni naturales apenas. No es descabellado pensar en contribuyentes con esta estructura de patrimonio personal. Es claro que sus bases imponibles, sujetas al impuesto personal sobre la renta podrían ser magras, exiguas, o incluso nulas y, por ello, no estuviera obligado a pagar impuesto sobre la renta en un periodo fiscal dado. Sin embargo, si la Real Hacienda exaccionara con arreglo a un Impuesto sobre el patrimonio alguna cantidad tributaria, estaría agotando en alguna medida dicho patrimonio (disminuirá el patrimonio inicial por efecto de ese tributo). Esto sería a todas luces confiscatorio, contrario a la letra y espíritu de la Constitución. Es, siguiendo las historias del rey juan sin tierra, como si a un súbdito con un rebaño de 20 ovejas, le exaccionara el rey el tributo no sobre la leche, las nuevas crias, o la lana obtenida del rebaño, si no sobre ovejas del rebaño mismo. 

El impuesto sobre el patrimonio nació a finales de los años setenta como:

-Un impuesto extraordinario (se llamaba así ‘Impuesto extraordinario sobre el patrimonio’) coyuntural y temporal en ese momento, sin vocación de permanencia, aunque luego se quedó para siempre. Algo parecido le sucedió al impuesto de tenencia de vehículos creado en México para financiar las olimpiadas de México 1968 y que se quedó como figura impositiva hasta hace muy pocos años. Era este impuesto extraordinario sobre el patrimonio una mala imitación a un impuesto al patrimonio que había en Francia, solo que, en vez de una fuerte cantidad de francos franceses de patrimonio para tener obligación de pagar, era la misma suma en pesetas, 20 veces menor entonces a los francos.

-Un impuesto con carácter censal. Era una manera de ‘agarrar’ a los contribuyentes en el otro impuesto personal directo que comenzaba en la España democrática llamado IRPF, después del periodo franquista, en que casi nadie pagaba impuestos personales, únicamente algunos impuestos gremiales y poco más.

-Era un impuesto preconstitucional, pues nace en 1977, cuando aún no se había promulgado nuestra constitución política de 1978 y su artículo 31.

En la actualidad muchos fiscalistas, entre los que me incluyo, consideramos este impuesto anticuado, inconveniente, grava dos veces el patrimonio, en su generación y en su tenencia, y, así pues, castiga la inversión y el ahorro, incentiva la deslocalización de patrimonios (el dinero acude donde mejor le tratan y más rentable es en términos reales) provocando la fuga de capitales, y al ser en la actualidad un impuesto cedido a las CC AA, genera agravios comparativos entre españoles y desigualdad de trato fiscal. Además, implica arduos cálculos para no superar el límite conjunto con el IRPF/IP. Es, en una palabra, de dudosa constitucionalidad, antieconómico e inoportuno.

El doctor Iñigo L. Lanchares es catedrático de Negocios Internacionales en la facultad de Economía y Negocios de la Universidad Anáhuac de la Ciudad de México, ha sido juez del TSJ País Vasco. Ha impartido clases como profesor invitado de más de 25 instituciones académicas mexicanas y estadounidenses.

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