Opinión

Una postal marina

Nos llega una postal de un pueblecito de la baja Andalucía, y uno siente el aire marino bajo los promontorios, sobre pinos negros, casitas blancas pintadas de cal y en cada esquina, ventanal o en el mismo suelo formado de guijarros, macetas de geranios, valerias salvajes, petunias, azaleas, y rosas cuyos tallos parecen subir por las paredes, mientras unas zapatillas blancas se adormecen.

Nos llega una postal de un pueblecito de la baja Andalucía, y uno siente el aire marino bajo los promontorios, sobre pinos negros, casitas blancas pintadas de cal y en cada esquina, ventanal o en el mismo suelo formado de guijarros, macetas de geranios, valerias salvajes, petunias, azaleas, y rosas cuyos tallos parecen subir por las paredes, mientras unas zapatillas blancas se adormecen.

El pueblo es un terrón de azúcar o mazapán. Sabe a dulzura.

En aquellas vegas, cuando uno era retama joven, olivillo verde y toda la dehesa olía a romero húmedo, se rompió en pedazos sangrantes el último hombre de andar solitario, misántropo y poeta.

Un amanecer, ante una jarra de sangría, aquel trovador había dicho: “Si digo voz, quiero decir verso”, al ser toda su vida un largo camino de madreselvas, en donde al final, estaba la espesura del sentido recóndito de su acongojada existencia.

En él, hasta la sangre trenzaba palabras recubiertas de hondas penas. Un día lo afirmó: “En toda mi obra hay un solo personaje. Uno solo de principio a fin. Este protagonista es la pena, que no tiene nada que ver con la tristeza, ni con el dolor ni con la desesperación”.

El eco de la sierra coreaba: ¡Ay dolor de los gitanos, siempre grande y siempre solo!

En ningún tiempo un poeta llegó tan directamente al pueblo, nunca tantos versos fueron expresados de tal forma que parecían formar la comisura del alma.

Y ahí, no en otro terreno, se encerraba su compromiso humano.

A partir de ese día –y lo anunciaba la postal policromada– comenzó a incrustarse sobre nuestra piel, salitre y raza, viento, soledad, zozobra y angustia honda.

De lejos venía un cante perenne, cristalino y macerado. Voz suelta oliendo a manzanilla y vino rancio.

Me quisiste, bien te quise;

Me olvidaste, te olvidé.

Los dos tuvimos la culpa,

Tú primero y yo después.

La copla desprendida, perdurable y tierna, embelesó a la mujer de tal forma, que sus pechos se volvieron espuma y sus ojos cobre encendido.

Sobre la sierra umbría, entre dos cipreses, un cementerio bañado de brisa fertilizada de sal, y tras el recodo de choperas y olmos, el insondable acantilado, mascarón de proa del mar Mediterráneo. Mi mar, la mar, concha abierta a todas las alucinaciones.

¡Cuántas traslúcidas formas puede expresar una sencilla tarjeta postal si llega a nuestras manos bajo el relámpago afectivo!