Opinión

Postal con lluvia

Llueve en Caracas –no igual que hace escasas añadas– y el cielo sombrío se achica, supura, se retuerce y los nubarrones crean entre las calles un río expandido en docenas de manantiales.
En un instante la ciudad se vuelve baldía; los recogelatas hacen su mesada entre los charcos y las bolsas de basura desparramadas. Tras los visillos de una ventana, ramas de jade y una maceta con gruesas hojas perennes de sábila o aloe vera en las islas del Caribe, hay miradas que recuerdan tardes de estío y un vestido estampado cuelga oliendo a alcanfor.
En el bulevar un niño sopla un barco de papel mientras otro, con piedrecillas, levanta un puente de arcadas.
Hay una enana niña llorando en sus zapatitos de charol con hebillas de nácar, mientras un grupo de hormigas brumosas van en hilera, una tras otra, como la propia vida cuando se la aguijonea, subiendo hacia un muro de cascajillo donde una mano traviesa escribió: “¡Coromoto, te amo!”.
El agua de lluvia ha comenzado a borrar las palabras y ahora solamente se leen sílabas sueltas que nada dicen -“Un amor que se va. ¡Cuántos se han ido!”, matizó el poeta- mientras un borrachín va gritando bajo las sempiternas gotas: “¡Viva la revolución!”, sin añadir el nombre de una de las tantas batallas de muertes, llagas y lágrimas que han surgido en estas honduras bolivarianas. 
Los niños se asustan y salen corriendo, el puente de guijarros se cae y el frágil barco de papel se lo lleva resquebrajado el agua. 
El turbión continúa su ritmo como si nada fuera con ella. El portugués venido de una barriada de Oporto, vende guarismos de la lotería anunciando el sortilegio de la suerte.
El escribidor rumia ideas imbuidas en incertidumbres mientras deambula por la ciudad del Guaire mirando como tantos otros días a los seres del Bulevar de Sabana Grande, la mayoría menesterosos, descarnados, presintiendo que cada una de esas personas está moldeada de una sempiterna dejadez.
Con el paso de los años, hemos llegado a comprender cómo el abandono es uno de los espaciosos extravíos del aliento humano. Es descomponer el viento del sequedal sobre surcos de matojos de los más desatendidos. Sucede lo mismo con la esperanza. En ‘La Divina Comedia’ una frase impresa a las puertas del Infierno nos hace temblar: “Los que entréis aquí, perded toda esperanza”.
Fue certero el florentino más lúcido de la Edad Media: conocía la ventolera del alma humana, se embriagó en ella y supo que las más punzantes enfermedades del espíritu son el abandono y el desaliento. A este tenor la indiferencia hacia los más desposeídos.
El que sabe ser indigente, quizás obligado lo sabe todo. ¿Todo? Menos salir de su propio infortunio. 
La lluvia ha parado en seco. En Caracas siempre lo hace. Sobre el valle, a reguardo del Parque Waraira Repano, popularmente llamado ‘El Ávila’, nada cambia, el día se extiende y el aire rezuma olores de frituras al sortilegio de una urbe caribeña inundada de contrastes, al presente desasosegada.
La crisis económica y social ha hecho de este país, cimentado para querer, el reflejo de un cromo caduco.