Opinión

Oler a ternura

Entre curvados caminos zigzagueados del aire, nos llega una postal enjuta de un pueblecito de la baja sierra de Jaén (Andalucía) oloroso a olivo verde, y uno siente sonidos conventuales entre los promontorios con pinos negros, casitas blancas pintadas de cal y, en una de sus esquinas, un ojival al ras del suelo formado de guijarros, macetas con geranios, valeria salvaje roja, petunias, azaleas, algunos sonrosados cuyos tallos espinosos parecen querer subir por las paredes, mientras unas zapatillas colocadas a secar, se adormecen a la sombra de un quitasol.
Visto de cerca, al trasluz de la tarde ida, el pueblo es un terrón de azúcar o un mazapán. Huele y sabe a dulzura.
Un amanecer, ante un cántaro desbordante de sangría, aquel trovador había dicho: “Si digo voz, quiero decir verso”, al ser su existencia poética un largo camino de madreselvas oscuras en que, al final, se hallaba fatalmente su acongojada existencia.
En él, hasta la saliva tejía palabras de jocosas penas.
En ningún otro espacio un trovador llegó tan directamente al pueblo, nunca tantos versos fueron expresados de forma tan matizada, al ser ellos axioma de la piel cobriza.
Iniciando el tiempo de honduras, comenzó a reposarse el sentido de la raza traslúcida de sal, brisa, soledad, zozobra y tormento desgarrado. Es decir, la esencia de lo que somos y seremos para siempre más allá del propio ser escondido bajo la dura tierra.
Cerramos los ojos. Nos vemos chiquitos, zalameros, corriendo entre la sierra umbría, barrancos, jaras y olivos, en busca de un amor convertido en niebla lechosa.
Nos llega un cante cristalino y macerado. Voz suelta de manzanilla exprimida en el cortijo blanquecino adormecido entre los chopales de la dehesa.
Guardo la postal anunciadora en el cajón de la cómoda, salgo al balconcillo levantado en un saliente de la sierra granadina, en espera de ver llegar al viento alado con la ceñida flor de azahar entre sus bucles ensortijados.