Opinión

Cocina Gallega

En una época en que muchos cocineros insisten en ser considerados creadores de nuevos platos, inventores geniales aspirantes al Nobel de la ciencia culinaria, resulta insólito que alguien afirme: poco y nada nuevo hay en las mesas del siglo XXI, que no se refiera a la presentación, a lo visual. Lo esencial está allí, el que quiera ver que vea. Alguna vez Brillat-Savarin sentenció, dando a entender que solo de tanto en tanto nace un plato realmente nuevo: “El descubrimiento de un nuevo plato hace más por la felicidad de la humanidad que el descubrimiento de una nueva estrella. Estrellas hay ya bastantes”. Por pura intuición, alguien, hace miles de años, descubrió que salando un pernil se conservaba la carne mucho tiempo (los arqueólogos hallaron restos de jamones de más de dos mil años), y con el mismo procedimiento se siguen curando los jamones. Diría que, tal vez con la única alternativa de sorprender, muchos vanguardistas de la cocina se limitan con entusiasmo digno de mejor causa, no a crear, sino a deconstruir platos clásicos, o simples tortillas de patatas. Yo me recuerdo batiendo en grandes cazos claras de huevo para los merengues en días de fiesta en mi casa natal, allí mismo en el Val de Quiroga, a 20 metros del río Sil donde los antiguos buscaban oro, donde los anacoretas cristianos luego se escondían de los legionarios romanos. Y en tren de recordar busqué la historia del dichoso merengue. Algunos dicen que fue inventado alrededor de 1600 por el pastelero italiano Gasparini, residente de Meiringen, pueblo suizo, de ahí su nombre. Otra teoría dice que fue obra de un cocinero al servicio del rey polaco Estanislas Leszczynski, a partir de una receta alemana, y que provendría de la palabra polaca ‘Marzynka’. Lo que sí es seguro, dicen otros, es que los primeros merengues en Francia se sirvieron en Nancy, en la corte de ese mismo rey polaco. La hija de dicho rey era muy golosa y entusiasta de esa receta, y al casarse con Luis XV, la puso de moda en la corte francesa. A la joven reina María Antonieta, esposa de Luis XVI, le gustaban mucho los merengues y los vacherín (hechos con anillos de merengue o pasta de almendras y relleno con helado o crema batida), su lugar preferido para elaborarlos con sus propias manos era el castillo de Trianon. En la obra española ‘Arte de Repostería’ de 1747, de Juan de la Mata, aparece un capítulo dedicado a los merengues, con el siguiente texto: “Aunque pequeña obra, es cómoda para valerse en caso de necesidad por la prontitud con que se executa y además de ser muy buena para adornar, es muy gustosa. Hacese del azúcar más selecto”. Hasta principios del siglo XIX los merengues se moldeaban con una cuchara antes de meterse en el horno (lo que en España se llama suspiros). La actual forma de hacerlos con la manga pastelera fue introducida por Antoin Carême, cocinero francés. El merengue, suspiro o meringue (galicismo de meringue o merendinio de ahí el término merienda, ya que en la antigüedad solían comerse a la media tarde) es un tipo de postre, hecho con clara de huevo batida y azúcar, preferiblemente impalpable, a los que se le puede añadir aromatizantes, como vainilla, coco, almendras. Son muy ligeros y dulces. Así hechos suelen ser usados como relleno de tartas o pasteles. Pueden ser blandos si se prepararan de la manera clásica, o duros si los merengues así preparados se cocinan en horno bajísimo hasta que se evapore la mayoría del agua ya que los de mayor tamaño tienen un centro suave. Era costumbre en partes de Galicia comer meringue o merendinio después de comer y antes de cenar. Se lo consideraba un alimento barato, y rápido de hacer. El merengue también se puede cocinar. Se hace en el horno a muy baja temperatura durante un largo período en el caso de merengues blandos y menos tiempo y más temperatura en el caso de los duros. La forma de terminarlo es cocinarlo hasta que el exterior esté seco y crujiente y su interior húmedo y jugoso. Una vez cocinado no se puede refrigerar ya que se humedece. Pero hay documentos que mencionan el dulce ya en la Roma Imperial, ¿sin azúcar? Y se sabe que en la América precolombina, en los festejos que se realizaban en honor de alguna deidad, se servían algunos postres provenientes del interior del imperio mexica, con la finalidad de complacer el paladar del emperador mexica de turno. En aquel entonces se les añadía miel suave a estos postres o dulces que se parecían a los merengues actuales. Se cuenta en los códices guardados por los frailes franciscanos, que un indígena experto en cocina tradicional, y de nombre Don Tinal Ortiz Antonino, bautizado por los mismos frailes, presentaba en días importantes o cuando se presentaba alguna visita importante, dicho manjar dulce, que no es otra cosa que los merengues, pero con sabor a miel o a miel y a vainilla. Volviendo a Galicia, leemos que el primer registro en lengua gallega fue hecho por Antonio Fernández Morales en 1861, en sus “Ensaios poéticos en dialecto berciano’: pois si a que colle dúas mamuquiñas gana indulgencias pra muitos días, a que merengues (cousa máis fina) papa, rezando a letanía, fincada no atrio cara pra arriba, ca boca aberta como unha mirla, gana as plenarias pra toda a vida”. Tal cual, así se sentía el niño que fui, batiendo sin parar hasta montar las esquivas claras, mientras la abuela decía sus letanías entre dientes. Pero vamos con otro manjar que ya los celtas conocían como Cabeza de jabalí.

Queso de cerdo

Ingredientes: 1 cabeza de cerdo, 2 manitas de cerdo, 2 orejas de cerdo,  2 cucharadas de mostaza, 2 zanahorias, 2 cebollas, 3 hojas de laurel, 1 cabeza de ajo, 2 ramas de tomillo, pimienta en grano, 3 clavos, 1/2 botella de vino blanco, sal.

Elaboración: Lavar bien la cabeza quemando las cerdas. Poner en una olla grande con agua. Agregar las manitas y las orejas. Añadir las zanahorias, cebollas, laurel, tomillo, y ajos, bastante pimienta, clavos, granos de pimienta aplastados, y el vino blanco, salar, Llevar al fuego 3 horas o 4 horas, hasta que las carnes se separen del hueso. Acabada la cocción poner los trozos de carne en una fuente, y picar todo, separando la grasa.

Añadir sal al gusto y la mostaza, mezclar bien. Poner en un molde con algunos orificios en el fondo para que drene el jugo excedente, tapar con una placa plana, y disponer un peso de 5 kilos encima unas 12 horas. Desmoldar. Servir como fiambre.