Opinión

Cocina Gallega

Es conocido que las recetas, como las personas, se enriquecen en contacto con otras culturas. El ir y venir de los emigrantes suele dar como resultado nuevos platos. Aquí, en ambas orillas del Río de la Plata, muchas salsas españolas tomaron prestados algunos procedimientos de los modos itálicos, y viceversa. Sin conocer los canelones, era común en mi tierra cenar con filloas de caldo rellenas con verduras y algún resto de carne. Fideos con estofado, y un exquisito caldo con fideos solían engalanar la mesa familiar.

También la abuela, que había oficiado de ama de leche en Barcelona varias temporadas conocía las cocas, que luego muchos creyeron reconocer en las pizzas porteñas. Los ravioles son un plato característico del noroeste italiano, de las regiones Piamonte, Lombardia y Liguria. De esta última región, cuya capital es Génova, es la más antigua receta conocida, aunque el relleno causaría horror hoy en Argentina y en Italia (contenía mollejas, borraja silvestre (la actriz argentina Miriam de Urquijo tuvo una casa en Barracas que vendía ravioles caseros rellenos de borraja), escarola, salchicha, queso parmigiano y leche cuajada).

Los rellenos más comunes en Argentina (donde casi todas las casas de pasta son de gallegos) son de carne, de espinaca, de ricota, jamón y nuez, etc. Pero a principio del siglo XX eran comunes los ravioles de seso. Se cuenta que Jorge Luis Borges niño, llegó fascinado a contarle a su madre, que le recriminó la aventura de ingerir alimentos extraños, que en la casa de un compañerito italiano había comido “unos pastelitos rellenos, cubiertos de tomate y queso”. Se trataba, por supuesto de ravioles con tuco. El tuco es una salsa argentina que contiene pulpa de tomate, aceite y vino. Más ligera que la habitual en el norte de Italia, que contiene generalmente carne picada y largamente cocinada, de cerdo y de vaca, junto con tomate (poco), panceta, cebolla, apio, zanahoria, ajo (es el ragù). No hay aparentemente referencias italianas a la palabra ‘tuco’, aunque podría ser deformación de succo (zumo, jugo). La rigidez materna llevó al escritor a privarse de la mayoría de los placeres terrenales, salvo leer. La importancia que Borges le daba a la comida era nula. Muchas veces lo vi comer en un restaurante donde yo trabajaba, siempre bife con ensalada, y queso y dulce de postre. El publicista y escritor Jorge Schusheim cuenta que lo veía almorzar en el restaurante Norte de la calle Charcas, cerca de Maipú, y siempre tenía delante de él un  plato de arroz blanco. Incluso cuando algún ministro de cultura francés le otorgó una condecoración que incluye una cena en La Tour d'Argent, Borges esquivó el famoso pato a la sangre, y pidió arroz blanco. El ministro le susurró escandalizado al oído “Pero, señor Borges, ¡estamos en la Tour d'Argent!”, a lo que Borges respondió impasible “Eh, bien. Entonces voy a comer el famoso arroz blanco a la Tour d'Argent”.

Es el mismo Borges que, en un acto de realismo gastronómico, declaró que se había separado de Elsa Astete Millán (absurdo matrimonio amañado por su madre) el día en que ella le sirvió una ensalada y café con leche, juntos y como cena, y comprendió que no lo quería. Siempre contradictorio, elije entre los mejores relatos que leyó en su vida un famoso cuento árabe sobre la importancia del placer en el comer: “Kardan cayó enfermo, ya de muerte, y tratando de satisfacer una última voluntad su tío le preguntó qué quería. Kardan contestó: comer. Su tío le dijo ¿Qué deseas comer? La cabeza de dos corderos. -No hay. Entonces las dos cabezas de un cordero.
-No hay. Entonces no quiero nada”.

También es ese Borges, el del arroz blanco y los copos de maíz y el dulce de leche como alimentos predilectos, el que cuenta que Pierrette Savarín, hermana del célebre escritor (que, dicho sea de paso, murió en la mesa), también hizo que el placer de comer la acompañara hasta el final. Murió a los 99 años y diez meses, sentada a la mesa, casi al final de una comida. La fulminó una apoplejía que le obligó a reclamar a la camarera con la última fuerza que le quedaba: “Esto se termina. Pronto, hija mía, ¡tráeme los postres!” De pequeño sabía que era día de fiesta cuando se batían las claras para elaborar los merengues, y se sacaba el mantel del armario. Los manteles se guardaban en un mueble especial y eran verdaderas prendas de lujo, confeccionados con ricas telas y adornos con franjas de brocado. El mantel jugó gran papel en el ceremonial de la mesa durante la Edad Media, cuando estaba admitido que dos personas de distinto rango comieran en la misma mesa o que el señor gustara de comer con sus servidores, pero el puesto principal se distinguía por un mantel que lo aislaba del resto de los comensales; y cuando la mesa ya estaba cubierta con mantel, la plaza del señor se aislaba con un mantelillo colocado encima, sobre el que se disponían la escudilla y el tajador que le servía de plato, no estando tolerado comer o beber sobre el mantel que correspondía a un personaje de rango superior, salvo que mediara una invitación expresa. Eran otros tiempos, placeres similares.

Berenjenas con queso

Ingredientes: 3 Berenjenas, sal gruesa c/n, aceite, 1 cebolla, 2 tazas de puré de Tomate, 4 dientes de ajo, 200 grs. de queso tipo mozzarella ,12 hojas de albahaca, 100 grs. de queso rallado 100. sal y pimienta.

Preparación: En una sartén con 2 cucharadas de aceite, colocar el ajo y la cebolla finamente picados. Sofreír unos minutos y añadir el  puré de tomate. Salpimentar, y dejar que reduzca un poco. Apagar el fuego y añadir unas hojas de albahaca frescas. Aparte, cortar las berenjenas en rodajas finas. Disponerlas dentro de un colador, esparcir sal gruesa haciendo capas de berenjena y sal. Dejarlas 1/2 hora para que suelten el jugo amargo. Enjuagar las berenjenas con abundante agua, escurrirlas y secarlas.

En una sartén grande verter el aceite para freír, cuando haya alcanzado la temperatura freír las berenjenas unos minutos. Disponerlas sobre un papel absorbente. Pincelar una fuente para horno con aceite y a continuación verter un par de cucharadas de la salsa de tomate, disponer unas fetas de berenjenas formando una capa, a continuación un poco de salsa y queso por encima, repetimos la operación hasta terminar con una última capa de berenjenas a la cual rociaremos con salsa y queso rallado. Llevar a horno precalentado 200 grados por unos 30 minutos.