Opinión

La madurez de los libros

La madurez de los libros

Sí, los libros están maduros cuando uno los aprecia como lector alerta y enterado. Bueno, es un modo de decir y más de alguien me reprochará el título, con el mohín didáctico y elemental de todo aburrido consejero: –“Hablará usted de la madurez del lector, en todo caso”… Pero me atengo a mi primera intención.

Antes de cumplir los dieciocho años, a instancias de mi mentor literario, don Alfredo Piola, leí La Montaña Mágica, de Thomas Man, durante los quince días de veraneo en Río Blanco, junto a mis amigos Veiga López, Tomás y Pascual. La novela me deslumbró y comencé a buscar más títulos del célebre narrador alemán.

En otras vacaciones, veinte años más tarde, releí la novela, ahora en una cuidada edición de Plaza & Janés. Me gustó menos el libro, lo encontré manido, rebuscado y pretencioso. Ya no estaba don Alfredo para decírselo, aunque lo comenté con mi madre; ella discrepó de mi juicio, diciéndome: –“La obra debe abordarse desde la perspectiva histórica y social en la que fue escrito”. Puede ser, pero considero que en esa segunda lectura, con muchos textos pasados por mi magín, yo había sido más certero en el juicio. Aprecié entonces el aserto heraclitano de un escriba cuyo nombre no recuerdo: –“Ningún lector es el mismo sujeto al releer una obra”. Hoy, celebro de Mann La Muerte en Venecia, obra que no superó.

A comienzos de los 60’ del pasado siglo, comencé a interesarme por la literatura y la lengua portuguesas. Emprendí un curso vespertino en el Instituto Chileno-Brasileiro de Cultura, bajo la supervisión del poeta amazonense, Thiago de Mello. Abrí la ventana a las palabras de Fernando Pessoa, de Machado de Assis, de Eca de Queirós, de Antero de Quental y de Ramalho Ortigao… entre otros. Trece años más tarde, en el aciago 1973, cuando Thiago estuvo a punto de ser asesinado por la milicia chilena, recibí de mi hermano Mario, residente entonces en Río de Janeiro, un ejemplar de Grande Sertão: Veredas, de Guimarães Rosa. Intenté leerla una decena de veces, en un lapso de treinta años; nunca pasé de la página 30. ¿Por qué? Porque el libro no estaba en sazón para mí, debido a que mi conocimiento de la lengua –en este caso, luso-brasileira– no daba para abordar tamaña empresa. Hasta que accedí a otro libro, para mí fundamental: A galecidade na obra de Guimarães Rosa (1978), que yo traduzco aquí como: “Los rasgos lingüísticos gallegos en la obra de G.R.”, de Valentín Paz Andrade.

El notable escritor y periodista gallego analiza, a través de su interesante ensayo filológico, los rastros lingüísticos que la impronta de la inmigración gallega, proceso desarrollado entre 1880 y 1950, dejara en las variantes de la lengua portuguesa hablada por los habitantes del Nordeste brasileño, incorporando al habla local numerosos vocablos y expresiones del idioma gallego, esa lengua romance peninsular de la que derivaría el portugués. Junto a este influjo significativo debemos considerar los aportes lingüísticos indígenas y africanos que perviven en la lengua luso-brasileira de hoy, diferenciándola del portugués de Lisboa, de manera más evidente que la diferenciación –pongamos por caso–, entre el castellano de Madrid y el que hablamos en Santiago de Chile.

Así pues, hace algunas semanas, pude abrir el libro y leerlo con propiedad, luego de cuarenta y cinco años de tenerlo en mi poder y de incontables mudanzas y traslados donde pudo extraviarse; incluso lo libré de más de algún intento de incineración por viejas inquinas o celos desafortunados. (Ya escribiré una crónica sobre su específica lectura, una suerte de inmersión en esos vastos y desolados territorios del sertão, donde el ser humano parece un ínfimo accidente librado a la furia impersonal y avasalladora de la naturaleza hostil), donde solo individuos de duro temple logran sobrevivir a las inclemencias de su geografía salvaje. Por ahora, diré que disfruto del vértigo de sus páginas y del rumor cadencioso y leve de esas palabras que parece conjurar el viento de los páramos y la desesperanza de los follajes aguardando la lluvia esquiva de sus negras nubes volanderas, “cuervos del cielo”, como las llama uno de los personajes al denostar su lejana y líquida cicatería.

En la Navidad de 2016 me regalé el Diario, de André Gide. Después de leer unas cuantas páginas, lo dejé “en barbecho”, para retomarlo en mayo pasado, luego de haber adquirido, en una liquidación, su obra autobiográfica Si la semilla no muere. Avanzo en la lectura alternada de ambas obras, buscando sus correspondencias cronológicas y la ubicación geográfica de lugares, parajes, villas, ciudades y barrios, pues mi estructura mental requiere precisar el tiempo y ver –aunque sea con la imaginación– los sitios que referencia y menciona el autor. Así construyo, como lector, ese mundo paralelo a este otro, aun a riesgo de confundirlos o perderlos, o extraviarme en la infinidad de sus rutas. Esta es quizá la más anhelada maravilla de la literatura: ingresar al espejo de las palabras y extraviarse como Alicia…

En una de sus glosas, Gide ha mencionado una novela de Balzac que yo no conocía: El Primo Pons, expresando su conmoción por aquella lectura emprendida cuando él frisaba los 47 años de edad.

Me dejo llevar por su consejo, como si escuchara la exhortación de su voz admirada; en mi teléfono celular digito el nombre y aparece el milagro de un PDF, gratuito y servicial. Y emprendo la lectura de este Primo que encuentro tan contiguo y familiar; lo hago en mis diarios viajes en metro, aunque la letra es minúscula y la luz led no sea recomendable para los ojos de un anciano, pero la curiosidad, este amor inquieto que bulle como abeja alborozada cuando encuentra la dulzura de un nuevo polen, se vuelve agua necesaria que, sin embargo, jamás calmará la sed ignota.

Hay centenares de libros en el único anaquel que conservamos, Marisol y yo, volúmenes apilados sobre mi escritorio, obras que aguardan en mi velador, algunas iniciadas, otras a medio leer o sin vislumbrar aún la caricia de la última página...

¿Qué espero? Que estén maduros esos libros, o acaso que yo no caiga en el pasmo irremediable del fruto marchitado antes de su plenitud.