Opinión

La gran quimera

Queda decretado que ahora vale la vida,

que ahora vale la verdad,

y que de manos cogidas

trabajaremos todos por la vida verdadera…

 Thiago de Mello

Para mí, la más grande quimera de la modernidad fue articular la Enciclopedia Universal, “L’Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et de métiers” (1751), que contendría todo el saber hasta entonces producido por los seres humanos, con el objeto de “divulgar y extender las ideas republicanas y democráticas, exponiendo los vicios del orden existente, erradicando la superstición, la ignorancia y la tiranía, a la vez que luchar por el restablecimiento de la paz y la libertad natural del hombre, combatiendo el feudalismo y el absolutismo, dando a conocer la filosofía de la Ilustración”.

Como consecuencia de esta tarea colosal, se ayudaría al pueblo –entendido éste como la comunidad organizada de los ciudadanos–, a obtener un mejor conocimiento razonado del hombre y del mundo. Una síntesis del propósito final de la Filosofía clásica, como lo vislumbraban y proponían Diderot, D’Alembert, Voltaire, Rousseau y Montesquieu, entre otros preclaros intelectuales de una generación iluminada, no solo en Francia, sino también en Inglaterra, Holanda y, particularmente, en Alemania, donde surgiría el máximo exponente filosófico de la Modernidad y la Ilustración: Immanuel Kant.

La quimera consistía, entonces, en ilustrar a las generaciones futuras, haciéndolas más dichosas y libres. (La idea de acceder a la felicidad a través del conocimiento, tenía su remoto antecedente en los filósofos griegos y en ese premio del espíritu que Sócrates señalara como “el júbilo de comprender”). Los veintiocho primeros tomos de una serie colosal, que se preveía interminable, fueron prohibidos por los férreos poderes del Antiguo Régimen, porque desafiaba los dogmas de la Iglesia católica y ponía en entredicho la sustentación ideológica de toda la sociedad. Por otra parte, sus lúcidos promotores se verían pronto enfrentados a la imposibilidad material de lograr ese acopio gigantesco, en perenne crecimiento y cambio dinámico.

Por supuesto que el germen de estas ideas devendría en aquella “madre de todas las batallas”, la Revolución Francesa de 1789, que iba a convertirse luego en el paradigma de todas las utopías: la lucha revolucionaria por el advenimiento de una sociedad justa y armónica, donde se abolirían para siempre los conflictos generados por el egoísmo, la codicia y las ambiciones de poder, encarnados en clases o estratos de privilegio.

No obstante, hoy en día, parte de esa desmesurada quimera de los enciclopedistas parece muy cerca de lograrse. La cibernética hace posible el acopio y clasificación de casi todo el conocimiento humano y de sus productos intelectuales, sean estos científicos, artísticos o especulativos, transformados en escritura alfabética y numérica, traducidos en la diversidad de las principales lenguas, y aun en algunas minoritarias. Un hecho asombroso que hubiera maravillado a ese puñado de sabios, filósofos e intelectuales que encauzaron, con su empeño idealista, los caminos de la modernidad y su espíritu crítico.

Y aunque tengo serias dudas –sagaz e insatisfecho lector– de la voluntad humana (mayoritaria) de buscar el pájaro azul de la felicidad en el lugar ameno del saber y no en la satisfacción hedonista y pedestre de las llamadas “necesidades básicas”, recurro al progreso tecnológico, al que me adherí hace medio siglo, aprendiendo el sistema binario de la tarjeta perforada, uno de los primeros atisbos de la era computacional, y presiono mi teléfono móvil para acceder a un enorme abanico de bibliotecas y archivos que guardan tesoros del conocimiento, para servirse de ellos de manera inmediata y gratuita. La limitación es otra: el tiempo, junto al discernimiento para bien utilizar, aunque sea en una porción modesta, este acervo cultural que es la memoria de la humanidad, cuanto poseemos.

Busco y encuentro, en versión electrónica facsimilar, unos textos que ha mucho tuve entre mis manos, en la biblioteca del Centro de Estudios Brasileños de la Embajada de Brasil en Santiago de Chile, en 1963, cuando asistía al curso de lingua portuguesa, con el poeta Thiago de Mello y el maestro y filólogo, Caio Lemos… Se trata de una edición portuguesa de 1875, As Farpas, cuya traducción al castellano es “Las Astillas”, pequeños trozos de madera que se desprenden en el trabajo de la carpintería, transformándose en desechos; una suerte de metáfora de las glosas y comentarios que un autor –o varios– extrae de temas o motivos de interés cultural. En este caso, se trata de una alegoría de los célebres escritores lusos, José María Eça de Queirós y Ramalho Ortigão, que ejercían la crítica periodística y literaria de alto vuelo durante la última mitad del siglo XIX, en el Portugal convulsionado por esa pugna universal entre los que se aferran a las rémoras del pasado y quienes aspiran a tiempos mejores. Los viejos poderes se adormecían en las vanas saudades del vasto imperio de ultramar perdido, irremediablemente; igual cosa ocurría en la España decimonónica, hundida por la ineptitud genética de los Borbones y el oscurantismo clerical.

Periodismo de ideas, de crítica social y de interpretación moderna o vanguardista de las artes y del quehacer creativo, aun cuando se desarrollara desde las elites intelectuales que adherían al positivismo de las ciencias y a los movimientos republicanos liberales, algunos inspirados en la ideología del socialismo utópico o “romántico”, según lo designaran quienes iban a propugnar, a partir de Federico Engels y Carlos Marx, el llamado “socialismo científico”.

En la vecina España, destacaban en los medios periodísticos de entonces las firmas, agudas e ilustres, de la Pardo Bazán, de Zorrilla, Valera, Campoamor y nuestro “indio sublime”, el nicaragüense Rubén Darío, cuando los buenos periodistas podían ser también poetas. A los autores de As Farpas se sumaron Antero de Quental, German Vieira y Guerra Junqueiro, animadores entusiastas del grupo ‘Cenáculo’, una especie de tertulia militante (en sentido literario) que acompañaba a reunirse, por turno, en las casas de sus asiduos. Allí crearon un heterónimo de carácter colectivo: Carlos Fradique Mendes, para firmar sus escritos y eludir la censura y la inquina de sus reaccionarios detractores.

Traduzco para ti, amigo lector, una síntesis del prólogo de este entrañable libro que hoy disfruto en la lengua de Camoens:

-La presente edición de As Farpas, publicación que apareció primero en fascículos mensuales, tiene por objeto reunir, metódicamente, en algunos volúmenes de prosa abigarrada, pero honesta, algo así como una HISTORIA ALEGRE DE LA VIDA BURGUESA, algunos aspectos de la política, de la literatura, del arte, de la religión, de la pedagogía, de las costumbres…

-La multiplicidad de puntos de vista, que constituyen la factura característica de esta obra, da por resultado su carácter especial y, al mismo tiempo, sus limitaciones. El espíritu de diletantismo del que proceden As Farpas, motivado por una invencible, talvez mórbida curiosidad en todos los ámbitos de la ciencia y de las artes, en todos los fenómenos de la naturaleza y en todos los actos de la humanidad, disgrega el poder de la especialización, desconcentra la voluntad intelectual, mengua las facultades de análisis riguroso, e inhabilita para los extensos y exclusivos procesos de estudio experimental, sin los cuales es imposible acceder a la solución definitiva de cualquier problema.

(Apréciese la voluntad universal y renacentista y la ironía frente a los extremos de la especialización).

-Por otro lado, comunicándonos con una suerte de voluptuosidad de coleccionista, semejante a la de un anticuario de baratijas, y apaciguando nuestro espíritu de la ruina de cada esperanza derribada por el advenimiento de una nueva esperanza naciente, colocando en el mismo rango de importancia psicológica un discurso de la corona y una canción callejera, un proyecto de ley y una página de ficción, un ministerio y un cabaret, el diletantismo actúa en el carácter liberándonos de muchas supersticiones, de muchas subversiones, de muchas hipocresías, y dejando al corazón, por una suerte de egoísmo artístico y benéfico, al abrigo de las corrosivas y deprimentes pasiones de secta y de partido…

Quizá la segunda grieta o la fatal limitación de la quimera enciclopedista, sea constatar el desinterés y la apatía hacia el conocimiento que ostentan las actuales generaciones tecnificadas de la posmodernidad, que utilizan estos formidables medios creados por el ingenio humano, luego de milenios de esfuerzos y paciente trabajo eslabonado, para el burdo entretenimiento y la permanente escapatoria de una realidad que amenaza con arrojarnos a un estado de barbarie masiva, en aras del materialismo productivista exacerbado que se devora a sí mismo, poniendo en riesgo inminente la supervivencia de la especie humana y la del planeta.

As Farpas logra ser también una buena metáfora de nuestro tiempo. Quizá sus astillas o despojos irónicos puedan volverse una simiente para quimeras y utopías más reales y perdurables.