Opinión

El grillo

Lo importante es que tenemos memoria. Lo importante es que aún podemos reírnos y no manchar a nadie con nuestra sangre. 
Roberto Bolaño

Grita mi mujer en la puerta del armario. Ha visto un bicho feo –según ella– tal vez una araña que se esconde entre mis zapatos en desuso, que conservo como reliquias de tantos caminos. No, se trata de un enorme grillo. Ella corre a buscar el insecticida (arañicida), y regresa como una Juana de Arco, espada en mano. La detengo. Se produce un intenso forcejeo, sin mayores consecuencias, por fortuna para mí.
-Si quieres conservar ese grillo, tendrás que comprarle una jaula, como hacen los chinos.
Medito en que la fascinación de los chinos por el curioso insecto cantor data de ocho o nueve siglos antes de Cristo, cuando los emperadores los tenían en jaulas de oro para disfrutar su curiosa melodía. Actualmente, los chinos suelen emplearlos como diminutos gladiadores, organizando verdaderas justas en las que se apuesta buenas sumas de dinero a los contrincantes.
(Un pueblo que inventó la pólvora, para emplearla en ceremonias como fuegos de artificio, y que se solaza con el canto de los grillos, es sin duda digno de admiración y respeto). 
Averiguo. No existen en Chile –que yo sepa– este tipo de implementos para mascotas mínimas. Se puede importar una jaula desde China, pero cuesta una fortuna, y mi idea no es apresar al grillo, sino dejarle amplia libertad para que cante y también para que me aconseje, como un Pepe Grillo a domicilio, pues, según antigua creencia popular, el Acheta grillus es un animalito sabio, capaz de desentrañar los conflictos humanos, aconsejando soluciones o prescribiendo la resignación ataráxica ante los dilemas existenciales de imposible salida.
Afirman los entomólogos que los grillos no viven más de ocho meses. Yo tendría que refutar esta tesis, porque el grillo silba o canta o se expresa en mi armario de las cosas viejas –incluidos libros de más de sesenta años de data de edición– desde hace a lo menos cuatro años. Eso presupondría seis grillos que se hubiesen alternado en la misión de acompañarme como eventuales consejeros áulicos, aunque yo no sea soberano más que en el acotado y humilde reino de mis palabras. Pero ahí está él, presente y sonoro, tanto en la elocuencia de su canto como en la de su silencio otorgador. (Mejor que un manual de autoayuda).
Mi amigo Arquímedes Leiva, ingeniero civil, me corrige de modo enfático: -Los grillos no cantan, sino que frotan sus alas, una contra la otra, produciendo ese sonido similar a un silbo; sólo el macho lo hace, para atraer a la hembra, como es dable esperar. Se trata de un recurso natural para el cortejo, que nada tiene que ver con nuestro concepto de la música. –Tu racionalismo científico es insufrible, Arquímedes. Ustedes, los matemáticos y demás hombres de ciencia y toda clase de pragmáticos a la violeta, desprecian y desconocen la esencia poética de la vida, hecha sobre todo de metáforas, símbolos y otras representaciones significantes. Arquímedes sonríe y me dice que ya le conté aquella repetida historia de mi padre, a quien apodaban O Grilo, cuando niño, porque acostumbraba a silbar cuando atravesaba los caminos aldeanos, en su remota Santa María de Vilaquinte… Vuelve a sonreír, mientras paga la cuenta del bar. Este gesto racionalista sí que lo enaltece.
Vuelvo al grillo. Mi mujer ha desistido en la aplicación del insecticida, pero me advierte que si el grillo abandona el armario y lo sorprende reptando fuera de ese reino, en las grandes comarcas del dormitorio, el baño o la cocina, va a eliminarlo como a cualquier bicho dañino y amenazante. Entonces hablo con él y le advierto del riesgo. Silba su prudente aquiescencia, confirmando que no saldrá del armario, pero debo proveerle de hojas de lechuga fresca, su alimento favorito, humedeciéndolas con agua pura.
Ella dice que una lechuga cuesta ahora dos dólares en el supermercado. Le respondo que eso sería alimento suficiente, durante un año, para el sonoro huésped del armario.
Lo que no le digo y me seguiré guardando, es que él es compañero indispensable para concluir el segundo tomo de mis memorias, las célebres (bueno, lo serán) Conjugaciones desde el Armario, un constante contrapunto entre el grillo y el escriba… Puede que llegue a ser un éxito, tanto estético como de ventas. ¿Quién podría vaticinar lo contrario?
El grillo es mi conciencia burlona, y aunque otros le asignen una vida tan corta, yo ruego al Dios de los Insectos que él no desaparezca antes de que vea la luz mi obra cumbre. 
(Aquí, si pudiera, reproduciría su arrobador silbo).