Opinión

La generación de los 90 en la nave Asimov

La generación de los 90 en la nave Asimov

La peste planetaria que padecemos, desde hace algo menos de dos años, dentro de su fatídico y aterrador proceso, nos depara algunas sorpresas capaces de renovar la esperanza, sobre todo cuando no avizoramos la pronta conjuración de la pandemia y hay que adaptarse o sucumbir. 

He aquí la conjunción de nueve voluntades, nueve hombres dispuestos a desafiar la ley universal de la gravedad, embarcándose en una nave que les permitiese viajar, aunque fuese virtualmente, hacia el olvido, en una suerte de utopía al revés, posibilitando el distanciamiento de la pandemia, junto a la recuperación de los espacios del diálogo y la creatividad. Esta carabela del siglo XXI lleva el nombre de Asimov, puede que el más grande de los escritores de ciencia ficción, digno y adelantado discípulo de Julio Verne. Conocemos los nombres de estos argonautas de la poesía, nominados Asimovistas, tan audaces que han transgredido la ley de la paridad de género, no por simple misoginia, sino por voluntad heroica, al modo del mejor Ulises, que solo se acompañaba de la varonía para ejecutar sus hazañas, sin arriesgar la integridad de las féminas olímpicas.

Eugenio Dávalos Pomareda, Rodrigo Guzmán Barros, Patricio Hidalgo, Samuel Leal, Marcos López Oneto, Eduardo Robledo Paredes, Samuel Soto, Alejandro C. Tarruella, Juano Villafañe. La nave tiene forma y alas de libro. No podría ser de otra manera, porque no hay sustentación en el aire o en la estratósfera o en el vacío que la palabra no logre. Estos preclaros integrantes de la generación del 90 le han otorgado el título de Asimov, un Viaje hacia el Olvido; el editor y prologuista es Gonzalo Contreras, quien, a través de su prestigioso sello Etnika, ha concretado la primera etapa, como libro virtual; pronto vendrá la segunda, en ese sabio derivado de los árboles que llamamos papel.

Escribe Gonzalo Contreras: 

“La nave desde el comienzo fue guiada con destreza por Marcos López Oneto, il Capitano, poeta avecindado desde hace algunos años en Washington D.C. Cabe señalar que sin su capacidad de convocatoria y sin la perseverancia de los asimonautas para aceptar el desafío, esta navegación no hubiese sido posible. Pero veamos de dónde vienen estos navegantes, cuáles sus búsquedas, qué canciones bajo las estrellas han podido entonar, de dónde el ser y la nada, de dónde tanta esperanza”.

Y es que el poeta es el ser de las preguntas, el que interroga para volver a inquirir. Cuando ofrece respuestas rotundas, cuando predica o sermonea, disminuye sus atributos y pone en riesgo la seguridad del viaje.

El humilde cronista que esto escribe fue honrado con la encomienda de co-presentar la antología de los nueve poetas viajeros, asunto que no logró cumplir a cabalidad ese magno día de estreno, en el salón de actos Zoom previsto para la ocasión. Lo distrajo el temor que padece al despegarse más de un metro de la superficie terrestre, donde está el asiento natural de sus raíces, junto al miedo a la velocidad, que nunca quisiera superior a los setenta kilómetros por hora. 

Por eso divagó un tanto, hasta encontrarse con un rostro que le llamaba desde la memoria algo remota. Era el poeta Juano Villafañe, a quien conociera, en septiembre de 1988, al mando de una gran nave terrestre, llena de libros y sorpresas. Sí, Liberarte, barco o paquebote que acogía a los postreros exiliados de la dictadura chilena, especie de Winnipeg anclado en el corazón de Buenos Aires, cuyo capitán ofrendaba, sin tasa ni medida, el beneficio amistoso y humanitario de la hospitalidad. 

El cronista, que tiene cierta vena poética, hizo recuerdos y divagó en el pretérito, asunto que en alguna medida lo aleja del prurito asimovista, aunque nunca de la fraterna amistad de sus tripulantes. La posterior crítica no se hizo esperar y los reproches del compañero Eduardo Robledo dejaron el regusto de un jaque mate fulminante. Pero no se amilana el viejo cronista, apela a su humor gallego y desafía al poeta de Collar Negroa un duelo definitivo de “rayuela corta”, donde sabe que la balanza se inclinará a su favor. 

Ahora bien, nunca me aficioné a la literatura de anticipación –o de ciencia-ficción–como se dice ahora. Lo más alejado de lo terrestre que estuve, fue con Julio Verne, pero en esa época me incliné por las descomunales aventuras marinas de Salgari y por los violentos episodios del Far West, llevado y traído por Zane Gray y sus corceles imbatibles. Sé, no obstante, que muchas de estas ficciones futuristas se harán realidad; algunas, como la robótica, ya lo son. Voy a leer estas ficciones del mañana, en formato de libro, pero lo haré en páginas escritas por un notable cultor chileno del tema, Diego Muñoz Valenzuela, quien me pone los pelos de punta cuando habla, con absoluto desparpajo, y como conocedor científico, de la inteligencia artificial de los nuevos seres, que viene con sensibilidad y afectos incluidos. Espeluznante sería enamorarse de una mujer electrónica.

Por otra parte, Gonzalo Contreras, poeta solitario e intimista, sintetiza, de modo magistral, el carácter literario de cada uno de los asimonautas. Con su venia cordial, reproduzco parte del prólogo para mis lectoras y lectores:

“Eugenio Dávalos trae el desierto consigo y tiene la convicción que jamás irá a ninguna Ítaca, pero confía en encontrarse en ese verso que es el universo, todo es posible cuando Dios es un algoritmo envuelto en un loop de espejos que reflejan solo preguntas. 

Rodrigo Guzmán, mientras recorre este mundo ancho y ajeno, con un buen escocés en la mano, sueña con volver a Casablanca de la mano de Ilsa Lund, esa misteriosa mujer, tan inevitable como la muerte. 

Patricio Hidalgo, desde la ilusión de la escritura despliega un gran angular de lo que podríamos llamar “una cierta contingencia ontológica”, con la radio prendida se pasea por bellos y particulares desastres de su condición humana. 

Samuel Leal, propone un definitivo huracán donde ninguna brisa ondeará en esa superficie llamada sentimiento patria-barrio que luego, por arte de nostalgia, se transformará en una confesión letal: sólo la vanidad y el horror a la vejez nos harán libres. Del resto: material de cirujanos y tanatólogos compasivos. 

Marcos López Oneto, desde el mundo de la Kabalah, acaso la más esencial de las poéticas, asoma al misterio de la creación del universo en tanto creación del yo; asiduo a los quiebres epistemológicos nos deriva al símbolo, a la interrogante; se siente cómodo en la paradoja y como buen demiurgo nos deja frente a un gran callejón con dos salidas: la cosa mentaleo tómalo o déjalo, esta es la vida. 

Eduardo Robledo, a partir de sus casillas en blanco y negro, en la poética ajedrecística de la vida, e instalado en el antiguo bar “Palo de Rosas”, echa a andar su potente nostalgia, advirtiéndonos del sofismo de las palabras y declarando, en su testamento que, Pezoa Véliz hablará por él en su última morada 

Samuel Soto, para quien el hombre es nada, es, ante todo, “un caballero del lenguaje que antes de imponer forma y contenido, prefiere solo insinuar”. De ahí en adelante nada por escrito, que no se diga ni por voz ajena: la mano ya firmó la sentencia. 

Alejandro C. Tarruella, desde la trastienda de la vida, al igual que la cigarra, como un gran sobreviviente sigue cantándole a la vida con una fe inquebrantable en la poesía, nos dice que el hombre no sabe su locura, quizás por eso, abandonado, ahora ría en el abrupto silencio del espacio. 

Juano Villafañe parte desde la duda metódica, ¿cómo reconocer la propia existencia?, ¿bastará una temporada a la intemperie?, para alguien que sabe que se muere sin madre ni padre hay muchas cosas para ver todavía, a mí, simple lector, déjenme con el amor real de lo perdido, con infinitos besos adheridos por el mundo”.

Después de breve reconciliación, el cronista ha sido invitado por su amigo, Eduardo Robledo, a sumarse pronto a un vuelo sabatino en la nave Asimov. Será interrogado entonces acerca de su oficio de cronista y de ese raro prurito de escribir acerca de sus modestos viajes cotidianos por las calles del barrio y sobre las publicaciones de sus amigos y colegas de afanes. 

El cronista acepta agradecido la honrosa convocatoria, advirtiendo que, a estas alturas de su existencia, solo se aferra y conmueve con las utopías del pretérito y que, como su antepasado, don Alonso Quijano, ha elegido el oficio de pastor para sus días postreros.