Opinión

Escritores sin libros

“La palabra se abre, como una mariposa, o se cierra como un caracol. Todo depende del soplo que dirijas sobre ella”

Li Po

…Sin libros publicados, entiéndase, pues en mi crónica más reciente, ‘El Oficio de Escritor’, decíamos que hoy proliferan los individuos que editan y publican libros sin ser escritores. Ocurre el caso inverso, pues he conocido a hombres y mujeres dedicados al “arduo oficio” durante largos años, que nunca publicaron, porque aquello era un lujo que excedía sus posibilidades, o una idea peregrina.

Así ocurrió con Roberto Leiva Jeldres, quien, durante poco más de tres décadas, de las cinco que vivió en este mundo, se dedicó a trabajar con la palabra, indagando sus etimologías, significados, significantes, acepciones y relaciones entre las diversas lenguas en que se han escrito los conocidos “libros sagrados” de Occidente, los textos apócrifos, incluyendo las raíces orientales del judaísmo bíblico y la Torah; asimismo, algunas incursiones en textos hindúes.

Es cierto que su escritura poco tenía que ver con los diversos géneros al uso, lo que agudizaba sus limitaciones materiales, pues en una sociedad como la que nos toca vivir y padecer, pocos se interesan en documentos de la tradición religiosa, como no sean aquellos que viven cazando prosélitos para diversas sectas, interpretando de manera sesgada la “palabra divina”, cuyo origen vendría siendo el pasmo humano frente a la decrepitud y la muerte, resuelto a medias a través de supuestas revelaciones y dudosos mensajes del más allá, escritos por divinidades antropomórficas.

Roberto era un hombre de auténtica fe. Días antes de su tránsito por las aguas de la Estigia, mientras me confiaba archivos electrónicos con el tesoro de sus textos, víctima de un cáncer terminal, me expresó, mirándome a los ojos con ese extraño resplandor de los iluminados: -“No me consueles, amigo, sé que mi alma es inmortal”. Y me entregó aquel acervo de tantas horas de indagación comparativa y lectura profunda, para que lo compartiera con su discípulo, Fernando Igor Fuentes, con miras a procurar una futura publicación.

Recordé, entonces, que en los lejanos días de La Cisterna, Roberto me pasaba sus cuartillas, escritas en una Underwood que rechinaba como puerta vetusta, marcando las “a” como “e”, o las “ene” como “eñe”, para que yo le hiciera correcciones gramaticales y, a veces, de estilo.

-“No tengo tu preparación lingüística -me repetía- porque soy apenas un autodidacta de escasa instrucción”.

Pero eso lo suplía, con creces, con su constancia y entusiasmo, dando por sentado, como pocos escritores parecen entenderlo hoy en día, que el aprendizaje de las palabras no concluye jamás y que cada día podemos descubrir, con ese raro deleite que es el “júbilo de comprender”. Y yo le contestaba que en este oficio, todos somos autodidactas, pues ninguna academia, por prestigiosa que sea, transforma a quien no tiene talento ni amorosa pertinacia, en escritor; igual ocurre con la música, le insistía, porque ni con cincuenta años en el Conservatorio de Viena sería yo capaz de tocar al piano “Los Pollitos dicen…” Esto lo hacía reír con ganas:

-“Veo que los gallegos pueden exagerar más que los andaluces” -me retrucaba.

No sé si voy a ser capaz de cumplir su encomienda postrera. El tiempo es otro enemigo terrible de la escritura. Me hace recordar a mi admirado Niko Kazantzakis, cuando en los últimos meses de su vida, acosado por el cáncer, pedía al Todopoderoso, desde su fe de cristiano griego ortodoxo, que le concediera dos años más de vida para concluir ese extraordinario y desgarrador diario personal que lleva por título Carta al Greco.

Su dios no pareció escucharle o se “hizo el tonto”, si esta actitud cabe en la sabia y sempiterna conciencia que rige el universo, y el volcánico cretense moriría dos o tres meses más tarde, con el manuscrito inconcluso que su preclara mujer, Elena, terminó de editar, haciendo posible la publicación póstuma.

Amigo lector, si posees la fe que no tengo, te solicito que encarezcas al Altísimo un puñado más de años, para concluir mis proyectos literarios pendientes y para hacer justicia al bueno de Roberto. Su discípulo Fernando apenas supera las cuatro décadas y nada indica que la Parca vaya a visitarle pronto, así es que por ahora le pasaremos el testimonio, como en una carrera de postas.

Hace veinte años, conocí a un poeta chilote, en San Juan de Calen, que tenía escritas casi mil páginas de versos, a mano, en esos viejos cuadernos escolares de tapa dura. Leí un centenar de poemas y quedé asombrado.

Era un auténtico poeta y si he de creer en el tópico acerca de la fertilidad poética de Chiloé, él era un rotundo y ejemplar testimonio. Mientras bebíamos chicha de manzana, junto al fogón, le pregunté si tenía intenciones de publicar aquellos textos líricos.

Me miró, con una suerte de cazurra incredulidad, para decirme, en su cadencioso acento isleño: -“¿Para qué?, ¿qué sentido tendría para mí publicar esto, si no salgo ni quiero de estos parajes que son como mi propio libro?”.

Quedé sin palabras. Las suyas me refrendaban que a menudo el silencio anónimo puede transformarse en la mejor literatura, en el arte más excelso, aun a riesgo de volverse apócrifo... Conté el suceso a mi buen amigo chilote, Renato Cárdenas, quien sonrió, para decirme enseguida que conocía a lo menos una docena de escritores semejantes en el archipiélago. Y, claro, ninguno de ellos ostentaba ese título ni contaba con tarjetas de presentación para confirmarlo.

Entonces, vicioso como soy de analogías, mis recuerdos volaron hasta Santiago de Compostela, plaza del Obradoiro, frontis de la catedral. Allí está el Pórtico de la Gloria, una de las obras monumentales del románico, atribuida al Maestro Mateo, de probable origen lucense, que esculpió sus extraordinarias figuras y diseñó una de las más bellas catedrales de Europa, según documento medieval del siglo XIII:

“En el año de la Encarnación del Señor de 1188, era 1226 –precisión cronológica referida al calendario gregoriano–, en el día de las calendas de abril, los dinteles de los pórticos principales de la iglesia del bienaventurado Santiago fueron colocados por el Maestro Mateo, que dirigió la obra desde los cimientos de los mismos portales”.

Al pie del pórtico, el espectador se topa con la figura contrahecha de un individuo arrodillado, de facciones bastas, al parecer trazadas con el propósito de velar su identidad, dejando en el anonimato al creador de tamaña obra. Es el espíritu de aquella época, cuando se entendía que el arte era creación superior, inspiración divina que sólo tenía al ser humano como simple mediador.

Lejos estaban aún los tiempos renacentistas en que el individuo exigiría la huella de su impronta personal, con nombre y apellidos; con cédula de identidad, huella dactilar y filiación exacta, como hoy.

-¿Acaso usted publicaría un libro como el que acaba de presentar, sin su nombre y demás datos personales, sin esa pretenciosa fotografía en la portada?

-No, no, por supuesto. Ni yo sería capaz de alcanzar tal grado de modestia.