Opinión

El oficio de escritor

Pese a que la literatura de creación es hoy en día, en nuestra sociedad, una de las artes marginales en cuanto a expectativas de éxito económico y posicionamiento de poder, publicar un libro constituye aspiración de muchos, acción nimbada de raro prestigio. Así, individuos procedentes de diversas ocupaciones o actividades pugnan por editar libros, de preferencia “diarios” o “memorias”; en segunda instancia, poemarios; y, como tercera opción, monografías (les llaman “ensayos”), cuentos o novelas. Bastará que algún cercano les diga: “Perengano, tienes buena pluma, ¿por qué no escribes un libro?”. Y ya le tendremos embarcado en la empresa de todo pendolista que se precie.

Augusto Pinochet, Don Francisco, Ban Ban Zamorano, Gary Medel, Fernando Solabarrieta, entre otros, han publicado libros, con mayor o menor éxito de ventas, aunque con buena difusión publicitaria y farandulera. El caso de Don Francisco es singular, pues contó para pergeñar su obra con la colaboración de uno de los grandes cuentistas chilenos, Alfonso Alcalde, a quien pagó generosamente su labor de “negro” al servicio de su escritura, sacándole de manera temporal del pozo depresivo en que se encontraba, aun cuando no evitase, poco después el suicidio del escritor. Al sátrapa uniformado dicen que le escribía Jaime Guzmán, su atildado ideólogo, hombre de impecable redacción y fluidez en el discurso escrito (nunca escritor).

Con su libro en mano, Don Francisco se inscribió como socio de nuestra querida Sociedad de Escritores de Chile (1987 o 1988; no lo recuerdo bien). Pagó algunos años de cuotas anticipadas, tengo entendido, pero jamás conseguimos de él la colaboración pecuniaria que se esperaba. Siendo yo presidente de la SECH, le solicité ayuda para un proyecto de congreso de escritores. Luego de muchos intentos, logré que atendiera mi llamada telefónica. Me respondió, en tono seco e impersonal, para decirme que le remitiera una carta a su secretaria… Y si te he visto, no me acuerdo… No hubo respuesta.

En los 80, bastaba una publicación cualquiera, sin especificidad de género, más solicitud firmada por un socio activo y un director, para ser admitido como miembro oficial y recibir el famoso “carné de escritor”. Hoy, se ha implementado en la SECH un procedimiento de selección, a través de un comité que puede aceptar o rechazar al peticionario. Esto podrá evitar que cualquier sujeto, premunido de un libro de recetas de cocina o de yerbas medicinales se transforme en un escritor de tomo y lomo, con credencial al día y prestigioso (“peligroso”, si nos atenemos al sabio aserto de Bertoldt Brecht: “La palabra es el peligro de los peligros para el hombre”) estatus de escritor.

Y aquí vamos al meollo de la cuestión: ¿Es escritor o escritora quien publica un libro? Es evidente que no; se trata de un sofisma, como afirmar que, si en alguna ocasión participé en un certamen de atletismo aficionado, eso me otorga el rango de atleta. O si preparé una sabrosa cazuela, puedo ser considerado chef. Al respecto, apreciado lector, traigo a colación el título de un breve artículo publicado hace unos meses en el diario El País, de una periodista-escritora (las hay y con propiedad): “En España ya nadie lee, todos están escribiendo”. Y luego, a través de la crónica, comenta y esgrime cifras y datos valederos y alarmantes. Cabría entonces remitirse a Jorge Luis Borges, a quien nadie iba a atreverse a negarle la categoría de Escritor, con mayúscula, cuando afirmaba: “es más difícil encontrar un buen lector que un buen escritor” (él fue un arquetipo de ambas calidades).

No andaba descaminado el autor de El Aleph. Requisito sine qua non para llegar a ser auténtico escritor es haber sido y seguir siendo, conspicuo lector. Sin esta intrínseca dualidad no es posible acceder a un nivel de escritura aceptable. De ahí, hacia arriba, el arduo camino lo definió muy bien Truman Capote: “Cuando me di cuenta de la diferencia que existe entre escribir bien y escribir con arte, estuve a punto de abandonar la literatura”.

Puesto que trabajamos con el traicionero y escurridizo material de la palabra, el oficio de la escritura requiere de un aprendizaje constante, de repetidas búsquedas y contados hallazgos. Si despreciamos como referentes necesarios a los grandes paradigmas de la literatura de todos los tiempos, recibiremos sólo el influjo cotidiano del habla pedestre y cada vez más deformada por un medio social que desprecia la palabra y la sustituye, sin ambages, por la sigla, la abreviación arbitraria o el simple sonido gutural.

Ser escritor es entregarse por completo al amor incondicional por la palabra, haciendo de ello un oficio de vida, puesto que la palabra es, en sí misma, un acto estético (Benedetto Croce), elemento sagrado tanto en la lírica como en la narrativa y en cualquier otro género, aún para transgredir su uso en aras de renovar la expresión, ya que no debemos perder de vista que el lenguaje es siempre dinámico y que las normas académicas son pautas de entendimiento susceptible de ser transgredidas, claro, pero a las que cabe conocer y entender primero, antes de violarlas bajo la grosera impunidad de la ignorancia.

Quizá en la actualidad este asunto de las categorías estéticas se encuentre en un grado de enorme confusión, producto de la facilidad de acceso a los recursos expresivos. Es corriente escuchar a personas que te dicen: “Mire, yo soy muy sensible y he sufrido tanto que tengo pasta de poeta… La gente me dice que debiera escribir”. Y te lo plantean esperando tu aquiescencia y consejos para concretar aquel impulso inexorable. Cómo explicarles que no es asunto de sensibilidad ni de sufrimiento ni de trances desbocados, sino de rigor estético, de lenta y arraigada disciplina, de sudor más que de musas o inspiración, de trabajo amoroso y a menudo de desgarramiento interior; que incluso no basta con lo que entendemos por talento, esa predisposición o facilidad con el lenguaje (la música, el color, la textura, las formas), también necesaria para obtener algún resultado válido, estéticamente hablando.

Confundir con escritor a quien escribe en sus fines de semana en la playa composiciones de circunstancia para halagar a parientes o amigos, o a quien concursa con narraciones ocasionales en certámenes de asociaciones o entidades de variada índole, es un despropósito o una aberración, sobre todo si ello va acompañado de un vicio muy extendido en nuestro tiempo: la grafomanía, el mal hábito de llevar a la edición cualquier cosa que se escriba, sin un mínimo de autocrítica ni pudor.

-Bueno, vale… Pero, ¿se considera usted entonces un auténtico escritor?

-De eso tendrán que opinar los lectores o el fantasma de la posteridad. Por ahora, como el admirado vate de la Rúa dos Douradores, en Lisboa, seguiré firmando mis textos como Escriba y Tenedor de Libros (aunque sea con mayúsculas).