Opinión

El gran aniquilador

(Entre holocaustos y Genocidios)

La historia del siglo XX es, hasta ahora, la máxima crónica de los horrores perpetrados por el ser humano en contra de sus semejantes. De todos ellos, entre una sucesión demencial que suma decenas de millones de personas –como tú, como yo–, el más destacado por los libros de historia, por la prensa y también bajo la pluma de escritores de diversos orígenes étnicos, es el que conocemos como ‘holocausto judío’, proceso planificado de aniquilación urdido por los nazis, que se llevó a cabo entre 1938 y 1945. Antes de eso, el pueblo hebreo sufrió matanzas llamadas pogromos, ocurridas en diversas naciones de Europa, con el subterfugio o disfraz de guerras religiosas y persecuciones heréticas.

(Entre holocaustos y Genocidios)

La historia del siglo XX es, hasta ahora, la máxima crónica de los horrores perpetrados por el ser humano en contra de sus semejantes. De todos ellos, entre una sucesión demencial que suma decenas de millones de personas –como tú, como yo–, el más destacado por los libros de historia, por la prensa y también bajo la pluma de escritores de diversos orígenes étnicos, es el que conocemos como ‘holocausto judío’, proceso planificado de aniquilación urdido por los nazis, que se llevó a cabo entre 1938 y 1945. Antes de eso, el pueblo hebreo sufrió matanzas llamadas pogromos, ocurridas en diversas naciones de Europa, con el subterfugio o disfraz de guerras religiosas y persecuciones heréticas.

La palabra holocausto, del griego holos (todo) y kaustós (quemado), es definida en su concepto como: “Sacrificio especial entre los israelitas en que la víctima era incinerada por completo”; como segunda acepción, Martín Alonso recoge: “Sacrificio, acto de abnegación inspirado por la vehemencia del cariño” (Enciclopedia del Idioma; Tomo II; Editorial Aguilar, 1967).

Los sustantivos suelen ofrecer significados contrapuestos, o con una segunda variante atenuadora, como es el caso de esta palabra de sonoro y tremendo simbolismo, que los judíos escogieron para designar el genocidio nazi, que implicó la muerte de seis millones de seres humanos, mujeres, hombres, niños y viejos.

Pero la palabra genocidio, “Aniquilación o exterminio sistemático y deliberado de un grupo social por motivos raciales, políticos o religiosos”, es de cercana data. Fue acuñada por un intelectual de origen polaco, Raphael Lemkin (1900-1959), jurista de origen judío, prestigioso escritor y académico en Berlín, exiliado en los Estados Unidos desde 1938 hasta su muerte, donde ejerció como docente universitario.

Pero este concepto no surgió a raíz del holocausto judío, sino debido al conocimiento –pudiéramos decir tangencial–, de las masacres infligidas por los turcos contra los armenios. Lemkin comenzó a enterarse de aquellas atrocidades luego de un suceso ocurrido en una calle céntrica de Berlín, el 15 de marzo de 1921, cuando un joven armenio ultimó a Talat Pashá, cabeza de esos dirigentes que se hicieron llamar los Jóvenes Turcos, impulsores del genocidio armenio, iniciado el 24 de abril de 1915, proceso que se extendería hasta finales de 1923, llevando a la muerte a un millón y medio de armenios, casi las tres cuartas partes de la población total de Armenia, una de las naciones más antiguas de la Europa oriental, la primera en adscribirse como estado-nación al cristianismo, en la primera mitad del siglo IV. Su ubicación de enclave fronterizo entre Occidente y Oriente le ha hecho padecer incontables invasiones y largas servidumbres de ocupación. Aún hoy, la acecha su vecino Azerbaiyán.

Lemkin escribió: “Los líderes Nazis reconocieron expresamente su intención de destruir por completo a los polacos y los rusos; de destruir demográfica y culturalmente el elemento francés en Alsacia-Lorena, y los eslavos en Carniola y Carintia. Casi que logran su objetivo de exterminar los judíos y los gitanos en Europa. Obviamente, la experiencia alemana es la más impresionante y la más deliberada y completa, pero la historia nos ha proporcionado otros ejemplos de la destrucción de naciones enteras, así como de grupos étnicos y religiosos. Así, por ejemplo, la destrucción de Cartago; la de los grupos religiosos en las guerras islámicas y las Cruzadas; las masacres de los albaneses y los waldenses; y más recientemente, la masacre de los armenios.

Mientras la sociedad ha puesto su protección contra los crímenes de los individuos, o mejor a los crímenes dirigidos contra los individuos, no ha habido un empeño serio hasta la fecha para prevenir y sancionar la muerte y destrucción de millones. Aparentemente, no hay siquiera un nombre adecuado para este fenómeno. Refiriéndose a la carnicería Nazi en la presente guerra, Winston Churchill dijo en su emisión de agosto de 1941, “estamos en presencia de un crimen que no tiene nombre”.

No todos los estados o potencias perpetradores de genocidios los han reconocido como tales. Sí lo hizo la Alemania de la posguerra respecto al pueblo judío; no lo ha hecho aún Turquía ante la implacable aniquilación de los armenios, acaecida hace más de un siglo. Los israelíes han contado en esto con la ventaja significativa de su poderío económico y de su influencia avasalladora en Oriente Medio. Esto se traduce en los innumerables testimonios, sean escritos o fílmicos, del Holocausto, cuya palabra ya parece propiedad exclusiva del martirologio judío.  

Ni hablar de otras matanzas contra grupos o etnias menos favorecidas por la Historia, aquellos “condenados de la Tierra”, como los llamó Frantz Fanon. Así, el primer genocidio del siglo XX tuvo lugar en Namibia, Sudoeste de África, entre 1904 y 1907, durante la ‘repartición’ del continente africano entre las potencias occidentales. Esta vez, el crimen multitudinario correspondió a la belicista Alemania. Ante la rebelión de los nativos, hereros y namaquas, el general von Trotha los derrotó merced a la superioridad militar de sus tropas, persiguiéndolos sin piedad a través del desierto de Omaheke, aniquilando a más de la mitad de su población. En 2004, un siglo más tarde, el gobierno alemán “pidió públicas disculpas por las atrocidades cometidas”. Asimismo, aprobó un fondo de 1.100 millones de euros para ‘proyectos de desarrollo’.

El genocidio armenio, sumergido en las tinieblas de la Historia –George Biden lo acaba de reconocer, en nombre de su imperio estadounidense, no ajeno, sino responsable de grandes matanzas–, parece aún asunto literario, develado por crónicas, testimonios y aun novelas, como esta que acabo de leer y que recomiendo a mis lectoras y lectores. Se trata de ‘El Libro de los Susurros’, de Varujan Vosganian, escritor de etnia armenia, nacido en Craiova, en 1958. Es doctor en economía, lo que no le ha impedido expresarse como interesante poeta y escritor, con numerosos premios en su patria civil de Rumania, lugar de acogida histórica para el pueblo armenio, con los altibajos propios de la áspera existencia fronteriza en la vasta zona que se extiende entre los Balcanes y el Cáucaso, territorios que han ido cambiando de países y nacionalidades, según sean los resultados de invasiones y sucesivos conflictos bélicos.

Grupo de hombres y niños romaníes (gitanos) en el campo de Belzec, en 1940

‘O Livro dos Sussurros’, que he leído en lengua portuguesa, es una impresionante novela testimonial, no autobiográfica, pero sí etnográfica, porque es la crónica lacerante de la tragedia armenia, a través de la cual desfilan vívidos personajes, desde uno de los bisabuelos de Vosganian, muerto en el fatídico año 1915, pasando por abuelos y abuelas, tíos y parientes más remotos, hasta una veintena de auténticos protagonistas, como los miembros de Némesis, grupo que se unió bajo el nombre de la diosa de la venganza, para ajusticiar a los principales autores intelectuales del genocidio. Los datos históricos y sus fechas son comprobables, sin duda, pero entre los grandes espacios que dejan hechos y circunstancias, se mueven los seres vivos en su alucinante y a la vez trágica cotidianeidad.

El título sugiere al principio una imagen poética, pero no se trata aquí de susurros o murmullos de enamorados ni de suaves letanías o de aves trinando en un lugar ameno. Nada de eso. Es la necesidad imperiosa de comunicarse en voz baja, de hablar en sordina, para evitar el peligro de la escucha enemiga, la artera traición de las delaciones, la filosa imprudencia de una frase temeraria. En este callar o decir a media voz, los armenios procuran sortear la infinidad de amenazas que los acechan, perdiendo rara vez la esperanza. Hay un espíritu, una fuerza de la estirpe que parece atravesar los siglos, murmurando en la bella y antigua lengua que ningún verdugo ha logrado extirpar de la memoria. Ni los rusos, ni los alemanes, ni los azeríes, ni los feroces turcos pudieron hacerlo, porque los armenios de la diáspora siguen modulando las viejas canciones, escritas en el amado alfabeto secular.

La extensa crónica se torna a ratos en un poema que susurra desde los labios exangües de los muertos; a veces en una denuncia terrible; a menudo parece tañer en las peripecias agotadoras de estos peregrinos que solo encontrarán, al final de sus obligados senderos, el rostro de la Parca, que quizá sea, a la postre, la máscara homicida de Caín. Los turcos eligieron, para ese lento aniquilamiento, la forma errática de las caravanas a través del desierto, fluyendo entre los dos ríos míticos del Paraíso, el Tigris y el Eufrates, pero sin tocar sus aguas ni ampararse en los oasis del Génesis.

Hay libros que superan con creces los testimonios documentales de la historia. Es el caso de ‘El Libro de los Susurros’, escrito desde las entrañas del autor, quien ha sido capaz de escuchar las voces atipladas de sus antepasados, para que la verdad pueda gritar al fin su triunfo sobre el horror. Es el abuelo Garabet, quizá el personaje con más trazas de protagonista, que habla, en susurros, al autor:

“-Cada uno carga consigo, como una manta puesta sobre la cabeza, el mundo en que nació. Las cosas son así: cuando usted nace, su mundo es el más grande que existe. A medida que usted va creciendo, su mundo comienza a encogerse. Usted no deja de crecer: primero crecen los huesos, después los recuerdos; huesos un poco más amarillos. A cierta altura, el mundo que lo rodea parece tan pequeño que usted ya no tiene espacio para crecer”.

“-…’Yo pertenezco a su mundo, hijo mío, pero usted no pertenece al mío. Usted se suma a mis recuerdos sin sumarse a mi mundo. De una cierta forma, usted apresura mi muerte. Me va empujando por detrás’. Yo estaba triste, pero él se reía: -‘Sea como fuere, la vida no tiene mucho sentido. Si al menos la muerte tuviera algún sentido, considérese afortunado. Entonces, hijo mío, usted le dará sentido a mi muerte”.

Hasta ahora, pareciera imponerse entre los humanos el sinsentido, el caos, el abismo sin fondo. En estas horas crepusculares, sumidos en el miedo ante ese flagelo sin rostro que llamamos pandemia, cabría también preguntarse si ese móvil morboso y recurrente de aniquilación del otro estará adquiriendo nuevos métodos y formas sutiles, donde no escucharemos ya susurros ni quejas, porque el enemigo, escapado de manos homicidas, se vuelve invisible y silencioso, como las sombras de la disolución.